Siento un profundo respeto humano por Jafet Soto. Siento también admiración por su carrera deportiva: es un hombre de fútbol por los cuatro costados: como jugador, técnico y gerente deportivo derrochó eficiencia y firmeza de carácter. Pero Jafet tiene un problema, y me temo que el país esté empalagado de él. Me refiero a esa maldita, inexplicable compulsión que lo lleva a pelearse con todo lo que a su alrededor se mueva. Pelearse con jugadores, los del equipo rival, el técnico antagonista, la barra que lo adversa, los árbitros de la Concacaf, el Consejo arbitral, la FIFA, los directivos de otros equipos, los periodistas, el gerente deportivo de cualquier cuadro opositor…
Es una especie de furia, de sed peleonera, de camorreo incontrolable, de vocación natural para la riña. El resultado es que su eterna pose digna del Jeremías de Las Lamentaciones ha terminado por hacerse cansina, predecible, fastidiosa. ¿Creerá por ventura que tal actitud lo torna más popular y le mantiene vigente en el mundillo futbolero? Si tal es el caso, se equivoca gravemente: la gente le pierde respeto, se aburre, se empacha de esa eterna querella, de ese litigio sin tregua ni merced que es su vida futbolística. Desde el primer al último silbatazo de la temporada, Jafet protesta, reprocha, objeta, lloriquea, alega, exige: él mismo se inventa razones para vivir en permanente estado de riña.
Ahora está inmerso en tremenda batalla contra Lleida, su colega en la Liga. Y así seguirá. ¡Qué falta de paz interna, Jafet! ¡Qué falta de sosiego del alma! ¡Creer que a punta de zipizapes puede comprarse el derecho a estar en los titulares deportivos todos los días del mundo! Practique yoga, tai chi, budismo zen, ¡qué sé yo! Regálenos de vez en cuando una semanita sin pelear con alguien: va a ver qué inmenso beneficio le acarrearán estas treguas a su salud y su imagen. La afición las agradecerá infinitamente.