El árbitro perfecto viste saco y corbata, sale en televisión, nunca se despeina y siempre tiene la razón.
Cuando no dicta justicia detrás de cámaras, lo hace en la sala, en el bar, en el taxi. El árbitro perfecto tiene cualquier otro oficio, pero es juzgando decisiones ajenas en lo que nunca falla. Si usted no es todavía uno de ellos, haga la prueba en casa.
El árbitro perfecto sentencia de buenas a primeras. No importa si falla; siempre puede echar un vistazo a la repetición, la cámara lenta y el acercamiento, hasta estar seguro de lo que dejó pasar el ciego, vendido o incapaz árbitro imperfecto -el que de verdad está en la cancha-.
El árbitro perfecto es tan bueno, tan bueno, que también es guardalíneas. Ahí tampoco falla, ni siquiera en esa norma al parecer pensada para propiciar el error, la injusticia y la polémica. Si ese era el objetivo con la posición prohibida y la forma de señalarla, sus inventores dieron en el clavo. Habrá error. Habrá polémica. Sigo sin entender cómo una persona debe mirar simultáneamente la salida del pase y la posición del atacante que va a recibirlo (en ocasiones con muchos metros de distancia entre uno y otro). Me hablarán los entendidos de la “visión periférica”, pero hay jugadas en las que no saldría bien librado ni un pez vaca, capaz de mirar hacia un lado con un ojo y hacia donde le dé la gana con el otro.
¡Vaca! -le gritarán en cambio al que viste de negro al borde de la línea lateral-. ¿Dije vaca? Estoy pecando de decente.
El hombre de la banderola es el mártir por excelencia. El árbitro, al menos, puede esconderse de vez en cuando en la llanura del mediocampo. Al guardalíneas, en cambio, le recuerdan al oído a su madre, a su abuela, a su tía, a su hermana... Le lanzan monedas para el pan y algún escupitajo por si hace calor.
Madreado en el estadio, lapidado por los analistas, malformado por el sistema, no extraña que se convierta pronto en especie en peligro de extinción. Cada vez hay menos en el país, según un artículo de La Nación publicado esta semana. Nadie quiere ser odiado.
El árbitro perfecto, en cambio, puede vivir tranquilo. Su mamá es una santa, su perro no le ladra después del partido y su vecino no le vuelve la cara. Algunas veces corre el riesgo de ganarse antipatías -precisamente por infalible- pero siempre sale con la frente en alto, sin entender cómo fallan los otros.
Los demás árbitros son imperfectos. Cuidado: tampoco abusen, como últimamente.