La última plaza de fútbol del país colinda con el Río Sixaola, a 120 metros del torrente y a cinco minutos de Guabito de Panamá. El césped es verde, a veces, y lleno de barro muy a menudo. La luna llena advierte el destino de esta tierra olvidada, que cada diciembre teme por un nuevo desplante del río.
Las lluvias causan que el río se desborde y la cancha se inunde. Un 'backhoe' ayuda a sacar el barro, ante la necesidad impetuosa de los mejengueros de salir a jugar.
Casi al frente de la plaza está la escuela Finca Costa Rica. A pocos kilómetros su vecina, Finca Oliva, y a menos de 15 minutos Finca Margarita.
No son fincas, son escuelas. Así las nombraron a causa de las bananeras que rodean los centros educativos y hoy en día son fuente de empleo de los padres que envían a los niños a estudiar.
En Sixaola, el fútbol se juega en las plazas. Inundada o no, los lugareños aprenden a sobrellevar una realidad tan común como grosera.
No paran. Saltan, corren, mueven los brazos, pescan en el río, estudian, lloran, ruegan ayuda. Pero también trabajan la motora fina y desarrollan habilidades innatas en medio de la adversidad.
Y siempre juegan fútbol, en el barro o en el césped, sin excusas. Horas de horas.
El técnico de Limón, Horacio Esquivel, ya reclutó a cuatro jóvenes de esta zona. Le gusta el perfil de estos muchachos, agradecidos y luchadores siempre.
"No tienen miedo. Saben que un estadio lleno no es más peligroso que tener el agua hasta la mitad del cuerpo", cuenta Esquivel.
En la escuela Finca Margarita estrenarán cancha pronto. La suya también se inunda de vez en cuando y les caerá bien el obsequio por llegar a la final del torneo Scotiabank de la Fedefútbol.
Entre 85 equipos del país, consiguieron disputar el título. Al final se les escapó de las manos, pero al menos recibirán un premio tan necesario como la presencia de visores que capten el talento escondido en este pueblo fronterizo.
Las alegrías por el fútbol son recurrentes en Sixaola. Con cierta frecuencia compiten en torneos escolares y colegiales que suelen acabar en medallas y trofeos para las vitrinas.
El día a día. En la última plaza del país, en la frontera sur, mejenguean los equipos de las bananeras, los jóvenes del pueblo y los niños de la escuela Finca Costa Rica, un centro bien cuidado, de poco más de 300 estudiantes entre ticos y panameños.
Los canaleros cruzan desde Guabito hasta la escuela. El contacto permanente influye en algunos aspectos culturales, como el acento, por ejemplo. Termina siendo difícil diferenciar entre un tico y un canalero tan por el modo de hablar.
Ellos vienen a Costa Rica a estudiar y los nacionales cruzan a Panamá a hacer sus compras. Los separa un puente que hace pocos meses se llevó el río y ahora está en construcción.
Aquí, la clasificación canalera al Mundial se celebró como propia, con abrazos y gritos.
Los indígenas Ngäbe, provenientes del occidente de Panamá, también se establecen en Sixaola para trabajar en las bananeras. Muchas familias Ngäbe tienen hijos en Costa Rica.
El maestro de educación física de esta escuela, Eduardo Montes, se asombra con el talento futbolístico que percibe en la zona, repleta de jugadores de buen pie, habilidosos y con temperamento. Cree que se desperdicia mucha materia prima.
El educador admite que el principal obstáculo de los prospectos de Sixaola es que son escasas las visorías que se programan en la comunidad.
Hay poca infraestructura para desarrollarse, pero los jóvenes no buscan excusas para jugar. El gimnasio de Sixaola está en muy mal estado y urge de una reparación; las canchas sufren con las lluvias.
La posibilidad de perder el salario de ¢120.000 que le brinda la bananera, hace que muchos de los talentos se queden con las ganas de probar suerte en la capital.