¡Ah, amigos, qué personajitos tan rocambolescos, tan insólitos, los que nos depara la cultura del fútbol! Ahora que los árbitros están de moda en nuestro país, resulta oportuno evocar al colegiado colombiano Guillermo El Chato Velásquez (1934-2017).
Este inusitado silbatero era también boxeador, dueño de una pegada contundente e inapelable. Cada vez que los jugadores lo insultaban, lo empujaban o le hacían la “cámara húngara”, El Chato resolvía la situación administrando ganchos de derecha y jabs de izquierda a todo aquel que se le aproximase. Ocasionalmente acudía también a las patadas voladoras y las “tijeras cruzadas”.
No solo era un problema de autocontrol, no. Creía, con convicción profunda, que un árbitro estaba en el derecho de responder con un uppercut o una andanada de golpes al abdomen a cualquier jugador que de una u otra manera le faltase al respeto. Cualquier jugador que protestase sus decisiones se hacía acreedor a una fulminante combinación boxística.
Era una bestia feroz y temida en cinco continentes y siete mares. Solo conocía la Ley del Talión: tal era su único código ético.
En 1968 arbitró un partido amistoso entre el Santos de Pelé y la Selección de Colombia. En el minuto 35 no cobró un claro penal sobre Pelé. El Rey reaccionó con un par de palabrotas. El Chato lo expulsó. Y ahí mismo el estadio entero empezó a corear el nombre de Pelé: lo querían de vuelta en el terreno.
Los directivos tomaron la decisión -sin precedentes ni sucedentes en la historia del fútbol- de hacer reingresar a Pelé y cambiar de árbitro. Por aclamación popular, Pelé volvió a la cancha. Terminó ganando el Santos 4-2 con tres golazos de Su Majestad.
Pero El Chato no se quedó quieto. Esperó a los jugadores del Santos al salir del estadio y se lió con ellos en una gresca infernal (el único que no participó fue Pelé). El Chato prodigó ganchos de izquierda que se habría deseado Frazier para sus míticos encuentros contra Alí. En suma, el árbitro y el Santos pasaron toda la noche en una comisaría, aclarando los hechos.
Ahí les dejo la historia de El Chato Velásquez: una aberración de nuestro amado deporte, que no carece, por desgracia, de especímenes despreciables, de psicópatas, de agresores patológicos.