El VAR no es la mirada de Dios, que observa, juzga, absuelve o castiga. Es una pieza de tecnología al servicio del hombre -cosa digna de aplauso, en un mundo donde estamos cada vez más al servicio de la tecnología-.
El VAR reproduce imágenes. Estas imágenes representan signos -un pie que engancha a otro pie dentro del área penal-. No nos dice nada sobre la intencionalidad de los jugadores, no determina la alevosía o inocencia del gesto. La lectura de los signos del VAR conlleva un esfuerzo de semiótica. La semiótica de la imagen. La descodificación de los signos. Es aquí que el árbitro debe transformarse en hermeneuta: un descifrador, un exégeta de signos. Con base en ellos propondrá una interpretación, y emitirá un dictamen. Y es a este nivel que el sistema es y será siempre falible: al nivel del error humano. Error de interpretación. Porque esa interpretación solo puede ser subjetiva, y como tal está sujeta a la falibilidad inherente a cualquier juicio y empresa humana. Quienes creyeron que con el VAR vendría la justicia impoluta, virginal y a absoluta habrán quedado hondamente decepcionados. Sucede que esa justicia no existe en lugar alguno del mundo. El sistema del Var es divinamente sucio, divinamente falible, divinamente humano, y me alegro de que así sea. El error es constitutivo del fútbol. No es un aséptico quirófano, sino un tinglado donde lo esencial humano (errar) se manifiesta como en cualquier otro ámbito de la cultura.
Quizás llegue el momento en que una computadora sea capaz de determinar la mala voluntad o la inocencia que se oculta detrás de cada gesto futbolístico: seremos transparentes para ella. El fútbol será un ejercicio moralmente perfecto, la residencia misma de la justicia. ¡Cuán aburrido! ¡Cuán estéril! ¿De qué hablaríamos entonces los que comentamos el fútbol? ¿Sobre qué polemizaríamos? ¿Qué tópicos generarían nuestra discursividad? ¡De cuántas deliciosas controversias nos perderíamos!
Buena cosa, minimizar el factor error y acercarnos cuanto sea posible a la entelequia de la justicia absoluta. Es una bella travesía, un itinerario correcto. Sabiendo, eso sí, que nunca llegaremos al ansiado litoral, y que nuestro deporte está deliciosamente embarrado de humanidad, es decir, de falibilidad.