Fútbol y depresión

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El 10 de noviembre se cumplió una década del suicidio de Robert Enke, portero de la Selección Alemana, y estrella en el Borussia Mönchengladbach, el Barcelona y el Fenerbace, entre otros clubes de prosapia. Tenía 32 años: la plenitud de su carrera. Padecía de depresión, la más atroz de las enfermedades, una verdadera residencia en el infierno —quienes la han sufrido lo saben—. Su carrera fue corta: de 1995 a 2009. Se había incorporado a la Mannschaft como sucesor de Oliver Kahn y Jens Lehman: terrible responsabilidad. En 2006 perdió a su hija de 2 años, víctima de una enfermedad cardíaca. Ello agudizó su afección. Sufría de pánico escénico: su desempeño profesional se resentía con tan severa patología.

Intentó quitarse la vida 2 veces… y a la tercera fue la vencida: se lanzó sobre los rieles cuando pasaba raudo el tren, enorme huracán de hierro, monstruo que bufaba y vomitaba humo en el diáfano cielo de Hanover. La conmoción que causó entre sus colegas fue tan contagiosa, que 5 años después se suicidaba Andreas Biermann, otra estrella de la Bundesliga.

¿Qué conclusiones extraer de esta doble tragedia? Que la presencia de psicólogos y psiquiatras en los equipos es absolutamente indispensable. Que no todas las personalidades soportan las toneladas que supone jugar en grandes ligas. Que hay sensibilidades más frágiles ante la crítica, los abucheos, los insultos, y es inmensurable el daño que la agresión masiva puede ocasionarles.

Que no por ganar millones de euros es un hombre necesariamente feliz. Que aquellos que están permanentemente expuestos en la vitrina del escrutinio público sufren, y que el estrés asociado a la excelencia puede minar los espíritus y enfermar las almas. Que hemos de ser misericordiosos con esos hombres que se baten gallardamente en el terreno: no sabemos qué oscuros demonios los habitan, qué fantasmas los parasitan y drenan psíquicamente. En suma, que hemos de ser compasivos y respetuosos.