La tragedia de Haití y República Dominica por las lluvias se convirtió, desgraciadamente, en una lección. Todos quisiéramos que la lección para estos países, para nosotros y para todo el mundo se hubiese aprendido por las vías de la educación, de la experiencia diaria, del respeto por la naturaleza, en fin, por convicción. Sin embargo, en cuanto a la defensa, promoción y práctica de los valores supremos de la humanidad, la muerte y la destrucción siguen siendo, al parecer, los mejores –y más tardíos– maestros, cuando muy poco se puede hacer, excepto comenzar de nuevo o desandar, a punta de sufrimientos, lo andado. La incultura de la imprevisión se encuentra profundamente enraizada en el subdesarrollo de nuestros países.
Lo ocurrido en Haití y República Dominicana, como ayer en Honduras y Nicaragua, para citar solo algunos de los ejemplos más recientes y cercanos a nosotros, no debe, con todo, pasar en vano, como una película que se repite y no sorprende a nadie. Decimos esto no por prurito de catastrofismo, sino por realismo. La destrucción de nuestros recursos naturales y la imprevisión de nuestros gobiernos han seguido un ritmo persistente, no obstante la labor de diversas administraciones y grupos privados para detener el deterioro, educar y alertar al país. La falta de una visión y de una actuación integrales ha conspirado, sin embargo, contra esos valiosos esfuerzos. La inseguridad ciudadana, en esta materia, para citar una de las dimensiones principales del problema, representa uno de los más graves déficit de la acción gubernamental. Aquí, como en Haití en 1994 y en 1998, y en República Dominicana, por esos años, los expertos llamaron la atención sobre la construcción de casas humildes a orillas de los ríos y sobre la incesante deforestación. En estos días, esos dos países recogen en muertos y destrucción la inacción e irresponsabilidad de los gobiernos. El número de muertos, hasta ayer, ascendía a 2.000, sin contar los desaparecidos.
Las causas de esta tragedia, como las de Nicaragua y Honduras, con el Mitch , son de sobra conocidas: deforestación irrefrenable (el 97 por ciento del suelo haitiano y el 85 por ciento de República Dominicana carecían de árboles, según un informe de la ONU en 1995); conversión de la madera en combustible, por falta de electricidad; desintegración de las márgenes de los ríos y falta de barreras naturales que contengan las aguas. Estas arrasaron a su paso viviendas, puentes y carreteras, y seres humanos. Los testimonios publicados de los sobrevivientes, por la pérdida de los suyos, de familias enteras, condensan la magnitud del dolor y la desesperación. El epílogo ha sido la ayuda internacional, como siempre, escasa y, como siempre, presa del egoísmo y la corrupción, con olvido de los sectores afectados. El último capítulo lo escribirá la indiferencia de los gobiernos, de los políticos y de los militares, cuando de nuevo salga el Sol, y todo retorne a la “normalidad”. Posiblemente, esta pasividad gubernamental y social sea peor que la devastación provocada por las aguas. Explica buena parte de las causas del desastre y, además, prepara el camino para nuevas calamidades. Algo así como el principio del eterno retorno en nuestros países.
No hay duda de que en nuestro país se ha venido asentando una clara conciencia sobre la necesidad de proteger los recursos naturales. La respuesta de nuestros gobiernos ha sido, sin embargo, dispersa y menesterosa. Más que una proclama constitucional sobre la materia necesitamos en realidad una política más coherente, eficaz y sistemática.