La afirmación según la cual los habitantes de Costa Rica son los más felices del mundo parece ser una broma, una broma imaginada para atraer más turistas. No es felicidad lo que varias investigaciones sociales perciben en la vida de los costarricenses, sino miedo. Mucho miedo.
El miedo supone la anticipación de un dolor o de una destrucción. Implica el sufrimiento de imaginar que vendráun daño sobre nosotros o sobre aquellos a quienes queremos.
Aunque en algunas circunstancias el miedo funciona como un mecanismo de supervivencia, en ciertos contextos propicia desconfianza y hostilidad, sentimientos que envenenan nuestro mundo social y producen infelicidad.
Los costarricenses confiesan vivir con miedo a ser dañados en sus vidas, sus cuerpos y sus bienes. Y estos miedos no pueden ser juzgados, sin más, de irracionales. De hecho responden a una realidad innegable: las tasas de homicidios, robos, hurtos, agresiones, intimidaciones y violencia sexual siguen creciendo desde hace algunos años.
El problema con algunos miedos es que propician desconfianzas y hostilidades de las cuales sacan provecho los “empresarios morales de la inseguridad”. Estos simulan responder a las demandas de seguridad prometiendo mano dura, cerrar fronteras, y expulsar a delincuentes extranjeros. Estas promesas son en realidad cálculos electorales y tienen un componente xenófobo que debe ser denunciado.
La xenofobia es una forma de envilecimiento colectivo originada por el miedo o la aversión a ciertos grupos de extranjeros y extraños. Algunas tendencias xenófobas provienen de las obsesiones de personalidades autoritarias adheridas rígidamente a sus propios mundos culturales y agresivas con quienes pertenecen a otros grupos. También provienen de suposiciones y tradiciones culturales, inventadas o alentadas por nacionalismos ciegos, según las cuales solo podemos convivir con nuestros iguales.
Estas formas delirantes de imaginación social llevan a creer que determinados grupos de extranjeros, sobre todo si pertenecen a ciertas etnias y son pobres, traen la peste de la inseguridad y ponen en peligro nuestras valiosas formas de vida.
Los prejuicios xenófobos no resisten la menor prueba. De hecho, los crímenes y delitos en Costa Rica, en su mayor proporción, son cometidos por costarricenses. La participación de extranjeros en ellos es marginal. Por eso, cerrar fronteras o expulsarlos, además de violar los marcos legales previstos, no cambiaría nada. Tan solo pondría en evidencia el nivel de autoritarismo y delirio de esos eternos aspirantes al poder.
Cerrar las fronteras, si se pudiera, no garantiza una convivencia segura. Que solo sea habitada por nacionales no implica que una sociedad esté a salvo de nada. Algunos personajes políticos nacionales pueden ser peligrosísimos. Son igualmente peligrosos los evasores y los patronos que no pagan los salarios mínimos. Es revelador que ante todos ellos hemos sido adiestrados para sentir solo una pasajera indignación, nunca miedo. La tendencia a culpar a los inmigrantes de todos nuestros males es un mecanismo siniestro que impide pensar dónde están y cómo funcionan los más peligrosos ilegalismos.
La inseguridad no consiste solo en estar a merced de la delincuencia común o el crimen organizado. Las sociedades son inseguras si son desiguales y excluyentes. Y son más seguras si invierten en investigación, educación, trabajo decente, recreación y salud.
Obsesionarse con penas más duras, cárceles y policías, es solo otra forma de seguir apostando por acrecentar la delincuencia. Si queremos habitar sociedades seguras debemos exigir estados de derecho y oportunidades de bienestar.
La manera en que se recibe e integra a los extranjeros, sobre todo si son pobres y vulnerables, ilustra el nivel de desarrollo humano de una sociedad. Los costarricenses nos enorgullecemos de nuestros índices de desarrollo humano. Hay suficientes razones para que eso sea así. Pero aún debemos aprender cómo adecuar nuestras instituciones, cómo educarnos sentimentalmente, y cómo legislar para hacer posible la convivencia en una sociedad compleja y diferenciada.
Hay esfuerzos notables realizados por instituciones, grupos, redes e individuos para hacer de este un país que integra democráticamente a inmigrantes y refugiados. Pronto entrará en vigencia una nueva ley migratoria que corrige parte de la sensibilidad represiva y policial de la anterior. Por todo ello, quienes vociferan hostilmente contra la “peligrosidad” de los extranjeros deben ser desoídos.
Sería trágico que terminemos organizando nuestra forma de estar juntos a partir del miedo, la desconfianza y la represión. Una sociedad que decida optar por las cárceles y los policías para enfrentar lo que debe ser enfrentado con más equidad, más derechos y más oportunidades, está condenada a muchos siglos de infelicidad.