Don Jacques Sagot tiene una pobre opinión del presidente Solís y, aparentemente, también de Costa Rica. Como su artículo “ Carta para la señorita Emma Stone ” ( La Nación, 11/3/2017) está escrito en nombre de todos los costarricenses, el asunto me preocupa. Por este medio le pido, por favor, que saque mi firma de su texto.
Al escribir esto no me anima agenda política alguna. No tengo particular interés en defender a un presidente por el que no voté y que tampoco necesita que lo defienda. Solo diré, eso sí, que tratarlo como un bufón me parece no solo una exageración sino una dañina distracción.
Enfocarnos en los supuestos rasgos de personalidad del presidente e inferir de ellos todo tipo de calamidades nacionales desvía la discusión de dónde realmente nos urge enfocarla: en la disfuncionalidad de un sistema político y una arquitectura institucional que impide lograr grandes cosas a cualquier presidente, así tenga la seriedad y distinción de Abraham Lincoln.
No me interesa el gobierno, me interesa el país. Sucede que el artículo de don Jacques va mucho más allá de una crítica a la administración de turno para convertirse en un inventario de las desventuras de Costa Rica, que el autor parece identificar con “la” realidad, más cierta, en sus palabras, que “las palmeritas, volcancitos y playitas que todos conocemos”.
Confieso que no me da la cabeza para saber cuál es “la” realidad del país, pero sospecho que Costa Rica es bastante más que la cloaca del río Tárcoles. Estemos claros: todos los problemas descritos por el señor Sagot existen y son graves. Pero reducir el país a ellos no solo me parece injusto, sino peligroso. Bajo la distópica descripción que hace don Jacques se esconden suposiciones que le hacen mucho daño a nuestras discusiones.
LEA Carta para la señorita Emma Stone, por Jacques Sagot
Mitología. Subyace a la argumentación del autor, en primer lugar, una persistente mitología sobre nuestro pasado. Yace, esto es, la idea de que la Arcadia que alguna vez fue Costa Rica ha sido cubierta por las tinieblas de una unánime noche, en la que la pobreza, la injusticia y el rechinar de dientes han tomado el lugar de una armonía inmemorial. No hay, en esta versión, un solo logro reciente ni un solo rayo de esperanza. Todo tiempo pasado fue mejor.
¿En serio? Existe hoy, es cierto, mayor desigualdad económica que hace una generación y un nivel de pobreza que a muchos, como a don Jacques, nos avergüenza. Pero, por más que se repita la especie, no es cierto que nuestro país sea más pobre hoy que hace una generación, ni que la mayoría de nuestra gente viva hoy peor que entonces. Todo lo contrario, como lo han detectado, reiteradamente, los censos nacionales que se hacen cada década.
¿Desiguales? Sí, mucho. Pero habría que preguntarles a las mujeres o a la población LGBTI si nuestra sociedad es hoy más desigual con respecto a sus derechos de lo que era hace una generación.
¿Suciedad en los ríos? Sí, mucha. Pero si hablamos del ambiente, me pregunto si queremos regresar a la Costa Rica de los años 70, cuando el país se deforestaba más rápido que ninguno y lucía destinado a convertirse en tierra calva, una suerte que evitó con creces, por obra de la política pública.
¿Violencia? Sí, mucha. Pero hace una generación apenas se hablaba de la más insidiosa forma de violencia, la que sufren las mujeres todos los días, que era aceptada y tolerada como parte del paisaje.
¿Prejuicios, ignorancia? Sí, en abundancia. Pero nuestro país está hoy, afortunadamente, menos preso del oscurantismo religioso de lo que estaba hasta hace poco. De esto puedo hablar: en 1989, cuando desde la Asociación de Estudiantes de Derecho de la UCR nos opusimos a la censura, por motivos religiosos, de la película La última tentación de Cristo, perdimos la batalla legal, librada en medio de amenazas de excomunión por el arzobispo de turno. Hoy, al cabo de un cuarto de siglo, todo el episodio luce insólito.
Un país mejor. Costa Rica no es Arcadia. Ni lo es hoy, ni lo ha sido nunca. Pero sigue siendo un país con bastantes más virtudes que defectos, que en muchísimos aspectos es hoy mejor que antes y tiene, por ello, legítimos motivos de orgullo.
Costa Rica no es perfecta ni cosa parecida, pero sin duda merece nuestro esfuerzo para mejorarla antes que el puro regodeo con sus problemas. En Costa Rica el pasado reciente no ha sido todo lo que hubiéramos querido, pero no ha sido tierra yerma.
Decir que lo ha sido ha alimentado agendas políticas reaccionarias desde hace años. No solo eso: la repetición incesante de ese mensaje nos ha llevado hoy a un punto mucho más peligroso, al que se llega derecho tras leer el artículo de don Jacques.
La descripción de Costa Rica como poco más que un tanque séptico gobernado por un payaso, como un infierno terrenal, como un país cuyas virtudes no son más que un elaborado ardid para engañar a Emma Stone, alimenta la noción de que hemos arribado a una situación límite en la que no es posible estar peor.
En este valle de lágrimas en que se ha convertido Costa Rica, no tenemos, pues, nada que perder. Podemos –no: debemos– elegir a un vengador anónimo que ponga orden y nos redima de los quebrantos ocasionados por los inútiles y los corruptos. Nada puede ser peor que ellos.
Tengamos cuidado: no seríamos el primer país que, siguiendo la ruta discursiva trazada por el artículo de don Jacques, acaba eligiendo a un demente, a un incendiario cuya única agenda es prender fuego al templo. Locos hay entre nosotros a puños y algunos hasta se imaginan presidentes.
Es menester decirlo: como sociedad sí tenemos muchísimo que perder escuchando los cantos de sirena de los redentores de ocasión. Contrario a lo que parece suponer don Jacques, el problema de Costa Rica no es que está en una alocada carrera hacia el abismo. Su problema es más modesto: no está en carrera hacia ninguna parte. A Costa Rica no hay que ponerle una tea, hay que ponerle rumbo.
El autor es politólogo.
RESPUESTA A JACQUES SAGOT: Carta para el señor Jacques Sagot