La aversión hacia Donald Trump es el anverso del favoritismo hacia Hillary Clinton. No es que ella sea “gran cosa”, políticamente hablando, sino apenas la más inocua. Es más, Hillary es tan mala candidata que posiblemente al único que podría ganarle es a Trump.
Seamos claros, los Clinton no son ningunos angelitos. Son varios los “cadáveres” que guardan en el clóset. Desde el escándalo de Whitewaters, nombre de un oscuro y multimillonario desarrollo inmobiliario gestado durante la gubernatura de Bill Clinton en Arkansas, hasta los escándalos falderos de él, que tampoco se cuentan en singular sino en plural y no se agotan en los nauseabunda relación poder/sexo, sino que desencadenan capítulos de intimidación contra las denunciantes que se han atrevido a ir no solo contra Bill, sino también contra Hillary, a la que siempre le ha alcanzado la falda para escudar a su marido, nadie sabe, ni sabrá, si por amor o ambición. Posiblemente por ambas.
Más escándalos. Y claro, está el escándalo no menor de la imprudencia y la falta de profesionalismo que se conjugan alrededor de un pésimo manejo de la información electrónica sensible, por parte, nada menos, que de la segunda persona más poderosa de Estados Unidos: la secretaria de Estado.
Alto cargo ejercido históricamente por los más natos ajedrecistas de la política washingtoniana. Mentes tan brillantes –léase: astutas y cultas– como el sombrío Kissinger y aquellos protohombres de la catadura de John Jay, Tomas Jefferson o James Madison, no por nada, contados entre los “padres fundadores”.
Y pensando desde y para Latinoamérica, digámoslo de una vez, aumentando la suma: tampoco es que Hillary torció el cuello hacia América Latina y el Caribe. Muy por el contrario, uno de los reclamos mejor puestos contra los dos mandatos de Obama fue su desinterés tácito por este subcontinente que siguieron viendo como patio trasero y un lastre al que si acaso lanzó migajas de atención.
Y para terminar de hacerla, los conflictos de intereses que se sobreponen unos sobre otros cada vez que salen a flote las multimillonarias “donaciones” recibidas por la Fundación Clinton, provenientes de organizaciones y empresas “chineadas” por el Departamento de Estado, mientras ella estuvo al frente.
Poco calificada. Así que Hillary, la pura verdad, es un desastre. Ni es muy transparente, ni muy profunda, ni mucho menos carismática. Es más, sus discursos suelen ser tremendamente insípidos, pese al ejército de amanuenses a sueldo que le escriben y el consabido dispositivo que monta todo un show alrededor suyo, cada vez que aparece en escena.
Y para colmo de colmos, Hillary ni siquiera es el mejor ejemplo femenino a seguir. Pues no son pocas las voces, incluso feministas, que no están tan claras de que una mujer que cohonestó el engaño y la humillación, una vez tras otra, sea el mejor rule model para las generaciones de mujeres que, al menos en apariencia, los analistas suelen suponer de su lado en las próximas elecciones. Aun con un contendor misógino como Trump al frente.
Impresiona la mediocridad absurda de la cultura política norteamericana, que se autoflagela, esta vez, con una candidata de mediocre a mala y un candidato entre pésimo e impresentable.
Esta campaña ha sido tan vergonzante para los propios votantes estadounidenses que el voto oculto (no registrado en las encuestas) podría ser significativo e inclinador. No siendo pocos los que votarán por su trabajo, su seguridad y un nacionalismo siempre exacerbado por el legendario individualismo impreso en la genética liberal norteamericana, atrozmente representado, ahí sí, por un candidato megalómano, sin escrúpulos e inculto, que no por ser vergonzoso, resulta del todo inútil en consideración de amplias capas desempleadas e inseguras.
Que no pase aquí lo que viví de cerca en Colombia cuando asistí al plebiscito y noté a todo el mundo, incluidos los analistas, los medios y las voces oficiales, esperando una sola respuesta, como si las otras opciones que las estadísticas no favorecen y los medios no comentan, no fueran también una opción real para los electorados sentimentales, volátiles y muy, pero muy egoístas.
Así que mejor irse preguntando: ¿Y si él gana?
El autor es abogado constitucionalista.