Vivir, durar

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Comenzamos por tener ideales. Una vez racionalizados, se convierten en convicciones. En el mejor de los casos, se traducirán en militancias. Tan pronto comienza el proceso de deflación, pasan a ser “modestas” opiniones. Un paso más, y ya son puros sentires.

Al rato, nos atrevemos a lo sumo a ofrecer un consejo –las más de las veces, no solicitado–. Y un buen día, de manera inexplicable, nos descubrimos transformados en una enorme colección de desencantos. En la última fase del proceso, nos acogemos al mutismo.

Vivir es, esencialmente, no saber. No saber el valor del valor, el propósito del propósito, el sentido del sentido, la función de la función, la finalidad de la finalidad. Todo esto sería trivial y perfectamente tolerable, si no hubiésemos sido dotados por natura de la sed de saber, de la voluntad de conocimiento, de la necesidad de entender, de la libido sciendi (Pascal). He ahí lo realmente cruel, de esta absurda broma.

¿Es la vida tragedia, comedia, vodevil, ópera, sainete, farsa, singspiel, espectáculo de guiñol? Yo diría que es teatro experimental, improvisatorio y aleatorio: nada está ensayado, no hay guion ni parlamentos, y todo lo que tenemos es un espacio acotado en el que nos permiten salir a hacer muecas y pegar gritos, gozar de los vítores o sufrir los abucheos del público, antes de que el telón de acero nos parta la cabeza.

Muchos ni siquiera viven, tan solo duran. Como un mineral o el más ínfimo pedrusco. Bien vistas las cosas, su actitud no carece de encanto.

El autor es pianista y escritor.