En medio de la enfermedad, de mi cuerpo que no cesa de doler y de mi angustia, de mi soledad y de las malditas agujas, y de las doblemente malditas pastillas, Los juegos de agua de la Villa d’Este, de Liszt, que de pronto escucho en la radio: música revelada y transfiguradora.
Es como si el verdadero sentido de la existencia se mostrara ante mí, y me siento acompañado, y la vida me reconquista para sí: “O tú, millón de pájaros de oro” (Rimbaud).
Y siento que podría vivir solo el resto de mi vida, porque a través de esta música comulgo con el mundo entero. Y la salud, la salud reencontrada… Y el gozo de ese renacer que llamamos convalecencia.
¡Ah, mi universo, mi verdadero universo, hecho de plenitud, de infinito vigor, de luz: mi lenguaje, la patria de mi espíritu! Me asomo a la eternidad.
La música no es quizás más que una ventana, ¡pero qué dimensiones nos revela! Con frecuencia ha, literalmente, salvado mi vida: ¿Cómo no amarla?
Ella me hace recio, bello, invulnerable. Ella es mi fortaleza y mi salud. La savia de mi espíritu. Todo mi ser florece, gracias a Liszt, y a sus secuencias de novenas paralelas.
¡Quién lo hubiera dicho, que una serie de novenas pudiese salvar a un hombre! Pero el hecho es que, en manos de Liszt, tal milagro es posible. Esta música me devuelve a mis lares. Esos que jamás debería abandonar. Esos en los que soy invencible. No hay otra manera de decirlo: esta música soy yo. “Todo lo demás es literatura” (Verlaine).
El autor es pianista y escritor.