El tema de la ingobernabilidad es motivo de debate desde hace ya bastante tiempo en nuestro país, y con frecuencia escuchamos o leemos los sesudos comentarios que al respecto externan nuestros líderes políticos, así como una gran cantidad de analistas y formadores de opinión.
Mientras unos alegan la existencia de factores que dificultan una adecuada gobernanza; otros sostienen que ese argumento es solo una excusa para justificar la impericia para gobernar de aquellos a quienes les confiamos la dirección de la cosa pública.
Los primeros señalan, entre otras cosas, la necesidad de introducir reformas a la ley de jurisdicción constitucional, de revisar las atribuciones de la Contraloría General de la República, de cambios al reglamento interno de la Asamblea Legislativa para hacer más eficiente su función legisladora, y no pocos plantean la pertinencia de una nueva Constitución Política y la urgencia de una reforma al sistema político.
Los segundos insisten en que no hay tal ingobernabilidad y que todo se circunscribe a la ineptitud de nuestros dirigentes políticos y gobernantes ya que, con el actual marco jurídico e institucional, es posible realizar una buena gestión.
Debilidades. Si bien es cierto que algunas deficiencias de gestión en la función pública se pueden atribuir a la incapacidad profesional o a la torpeza política de jerarcas gubernamentales, no podemos ignorar que tenemos un sistema presidencialista (en el que el titular de la silla presidencial cada vez manda menos, y en el que los burócratas de los mandos medios condicionan el trabajo de los ministros) un aparato estatal anquilosado, enmohecido y trabado y un parlamento cada vez más atomizado en el que prevalecen la perniciosa cultura de oposición y la satanización de las alianzas y de los acuerdos políticos.
Además, el accionar de los partidos y el funcionamiento de las instituciones se hallan bajo sospecha de los ciudadanos que, cada vez más informados, críticos y exigentes, se cuestionan su utilidad y su capacidad para enfrentar los retos de hoy en día y para satisfacer las necesidades y las demandas de la población, lo que genera una opinión negativa y un rechazo que socava su base de apoyo y limita las posibilidades de implementar ideas, ejecutar planes y realizar obras.
Aunque esa desconfianza ciudadana está influenciada en gran medida por la prevalencia de las voces del pesimismo y el catastrofismo, que sobredimensionan nuestras carencias y los errores de nuestros gobiernos sin reconocer los logros y avances del país, también es una verdad insoslayable que genera efectos sobre nuestra realidad social y política y que, en algunos casos, se manifiesta como un poder fáctico capaz de contrarrestar y doblegar el poder formal, pero que también fomenta el desinterés y apatía de los ciudadanos hacia la política.
Desde esta perspectiva, los argumentos de aquellos que abogan por acciones para superar los problemas de ingobernabilidad y por actualizar nuestro sistema político parecen imponerse a los de quienes consideran innecesaria la introducción de cambios a nuestro sistema político.
Reforma urgente. Es innegable que la realidad política del país ha cambiado sustantivamente en los tres primeros lustros del nuevo siglo comparada con aquella de la segunda mitad del pasado. Hoy, por ejemplo, se manifiesta un divorcio y una inconformidad de los representados con sus representantes que antes no existía, y la fragmentación partidaria en la Asamblea Legislativa es cada vez mayor.
A estas nuevas realidades se debe responder con prontitud y eficiencia, discutiendo y adoptando decisiones sobre la conveniencia o no de instaurar un sistema parlamentario, sobre el voto preferente, la reelección de diputados, los distritos electorales, la paridad de género, la revocatoria de mandato, el fortalecimiento municipal, la división territorial, los procesos electorales, los partidos políticos, las instituciones descentralizadas, las potestades de la Sala Constitucional y de la Contraloría General de la República y sobre otros tantos temas.
Una reforma política es imprescindible para rescatar el sistema democrático y ofrecer a las nuevas generaciones un proyecto común de convivencia que les garantice un mejor futuro.
Para definir la reforma que se requiere es esencial desarrollar un debate amplio, racional y civilizado, en el que la honestidad y altura de miras esté por encima de la controversia política y de los intereses sectarios.