Cuando se llega a la era de “los cuarenta”, comenzamos a decir con inusitada frecuencia “nunca antes”. Aunque un par de amigos, médicos ambos, me lo habían advertido, no es agradable comprobar que tenían razón.
En efecto, mi arribo al “mediodía de la vida” se ha hecho acompañar, entre otras cosas, de algunas canas, que nunca antes habían salido; de cansancio extremo después de una noche en vela trabajando, que nunca antes había sentido; de cambios en mis exámenes de sangre, que nunca antes habían aparecido; y de dolores de espalda y, sobre todo, de rodillas, que nunca antes había tenido.
Aunque no es agradable caer en cuenta de estos cambios, es tomar una “pastilla de humildad” que trae consigo grandes beneficios para el crecimiento personal.
Como seres humanos no estamos preparados ni nos gusta aguantar dolor; pero algunas veces, aunque parezca contraintuitivo, el dolor nos puede brindar grandes lecciones.
Deportista desde siempre, hace varios meses decidí aprovechar las mañanas para correr. La idea la aborté al segundo día, cuando comenzaron a dolerme las rodillas. Caminar fue la opción, pero luego de cutro meses el dolor regresó, a tal punto que me obligó a un reposo total y, después de un mes, a caminar con bastón.
Fue en ese tiempo que las gradas se convirtieron en mis peores enemigas, que alzar el más mínimo peso estaba prohibido, que manejar simplemente era un sueño y que jugar con mis hijos era un recuerdo.
Caminaba lentamente, llegaba siempre al final de los demás. Hincarme en misa no era opción, acuclillarme para buscar las pantuflas debajo de la cama era una penitencia, los antiinflamatorios se volvieron parte de mi desayuno, la natación se convirtió en el único deporte aceptable y encontrar sillas, barandas, pasos peatonales entre las aceras y las calles, y ascensores, se tornó en un asunto de supervivencia.
En carne propia. “¿Por qué caminas como un viejito?”, me preguntó mi hija. “Porque me duelen mucho las rodillas”, le contesté.
“¿Y te vas a curar de ser viejito, papi?”, volvió a consultar María Pía con la inocencia de una niña de cinco años. “De volverse viejito nadie ‘se cura’ mi amor, pero sí espero aliviarme de este dolor de rodillas cuanto antes”, le contesté sonriendo. Más allá de la impaciencia de mis hijos por recuperar a un papá ágil, esta experiencia ha sido una verdadera lección de empatía.
Durante estos meses no he dejado de considerar una y otra vez a todas las personas que sufren de alguna discapacidad física que les impide movilizarse con normalidad. Con humildad he de reconocer que fue necesario vivir en carne propia esta dolorosa experiencia para lograr ponerme en su lugar.
En estos meses, he descubierto que nuestros arquitectos están obsesionados con los desniveles, que los pasamanos son un recurso escaso, que las rampas son un privilegio y que encontrar sillas desocupadas ahí donde hay que hacer filas es, simplemente, un milagro. Ciertamente, el dolor en cada paso (en mi caso temporal, gracias a Dios), me ha hecho pensar constantemente en la población con alguna discapacidad en Costa Rica.
Según el estudio “Aproximación a la situación de la niñez y la adolescencia con discapacidad en Costa Rica”, elaborado conjuntamente por la segunda vicepresidencia de la República, el Consejo Nacional de Rehabilitación y Educación Especial y el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), un 10,5% de la población del país presenta alguna discapacidad.
De estos, poco menos del 4% son niños o adolescentes y, en general, todos son afectados de forma más directa por las consecuencias de la pobreza.
Claro está, a estos números habría que sumarles los miles de casos de “incapacitados temporales” que sufren diariamente los embates de una arquitectura urbana que convierte cualquier “mandado” en una verdadera gesta heroica.
Personas, no cifras. Las limitaciones físicas que van teniendo paulatinamente los adultos mayores en una Costa Rica que envejece aceleradamente advierten que cada vez será mayor el número de personas con discapacidad en nuestro país.
En efecto, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), la tasa global de fecundidad, que ha venido bajando en los últimos años, fue de 1,76 por mujer en el 2013, lo cual está por debajo del nivel de reemplazo, que es de 2,1.
Además, la esperanza de vida en nuestro país ha venido subiendo. De hecho, con 79,2 años en promedio, esta se convierte en una de las más altas del mundo. Así las cosas, cada vez nacen menos costarricenses, pero quienes tenemos la bendición de haber nacido en este país, cada vez vivimos más años.
Por ello no sorprende que, de acuerdo con estudios del Estado de la Nación, los adultos mayores representarán un 15% de la población de Costa Rica en el periodo 2030-2035, y alrededor de una cuarta parte para el 2050.
Mi experiencia como un discapacitado más que deambulaba por la ciudad tratando de hacer su vida normal, me ha permitido visualizar personas y no cifras al revisar estas preocupantes estadísticas.
Cada vez que unas gradas “me pelaban los dientes”, que la dificultad de acceder a un baño me llevaba a escoger gustoso la opción de “aguantarme” o que un ascensor “se me escondía o decidía dañarse”, me daba cuenta de que, aunque hemos avanzado, estamos lejos de hacer valer, como merece la dignidad de todo ser humano, la Ley de igualdad de oportunidades de las personas con discapacidad (Ley 7.600) o la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (Ley 8.661).
Pecado de omisión. Con una población que envejece sostenidamente, que además ya alcanza más de un 10% de personas con alguna discapacidad, y con la certeza de que serán muy pocos los que aduzcan nunca haber tenido alguna lesión que en algún momento en sus vidas les impida movilizarse normalmente, los ciudadanos con discapacidad en Costa Rica cada vez serán más.
En la democracia más admirada y estable de América Latina, no podemos darnos el lujo de condenar a estas personas a ser ciudadanos de segunda categoría.
En un país como el nuestro, donde las discusiones sobre los derechos humanos se han vuelto tema semanal, llama la atención y es casi un pecado de omisión que las autoridades competentes no aborden el asunto con la seriedad y premura que merece.
No es hasta ahora que mis rodillas están mejor, ya guardé el bastón y de nuevo he comenzado a manejar. No obstante, el dolor no ha desaparecido del todo, “llevará un poco más de tiempo”, me aseguró el doctor.
Si bien no puedo decir que me he acostumbrado, luego de tres meses con este problema he aprendido a convivir con él, y hasta a valorarlo.
No es agradable sentir dolor cada vez que camino, pero ha sido gracias a él que he considerado de forma más consciente a muchos de mis semejantes.
Solo lamento que haya tenido que esperar hasta los “nunca antes” de los cuarenta para comprender, en estos casos, el valor de la empatía. Pienso que los habitantes de la democracia más robusta de América Latina debimos haber aprendido esto hace ya mucho tiempo.
Fernando F. Sánchez es politólogo.