Hace un par de meses observé en un canal de televisión para niños un corto sobre las primeras personas en llegar al Polo Norte: dos norteamericanos de quienes dieron nombres y apellidos, guiados por un grupo de esquimales anónimos, al menos en ese programa. Inmediatamente me pregunte si los esquimales no eran también personas.
Por razonamientos similares, dejamos de decir que Cristóbal Colón descubrió América –pese a que así me lo había enseñado la niña Marielos–, pues caímos en cuenta de lo obvio: el continente ya había sido descubierto y habitado.
Mi último ejemplo es ficticio, y sucedió hace mucho tiempo en una galaxia muy lejana. En la escena final de la película original de Star Wars (A New Hope), la princesa Leia participa en una ceremonia de agradecimiento para los héroes que salvaron la galaxia.
Por el pasillo central, desfilaban Luke Skywalker, Han Solo y Chewbacca, el wookiee. Pero a la hora de las medallas, solo los humanos se llevaron una y el querido Chewie (para los amigos), que se arriesgó tanto como los otros, se quedó viendo desde atrás y se fue sin el santo y sin la limosna.
Recuerdo que de niño me preguntaba por qué a Chewbacca no le daban medalla y por qué a nadie le parecía inapropiado. Luego entendí que no era cuestión de méritos, sino de especies. Pero claro, apenas estábamos terminando la década de los setenta.
Si bien la película no hace referencia a algo real, sí desnuda nuestra cultura. Consideramos personas a los que se nos asemejan, y en el imaginario de muchos no hay lugar para indígenas, esquimales, pilotos peludos de otro mundo, o cualquiera que luzca lo suficientemente distinto como para no vernos reflejados en él.
El otro. Por eso nos afectan más las tragedias de Occidente que las de Oriente, aunque estas últimas puedan ser mayores. Nos sentimos identificados con quienes comparten costumbres, tradiciones y culturas similares a las nuestras, mientras vemos como extraños a aquellos que vienen de países que ni se nos ocurriría visitar, con costumbres, idiomas y religiones que creemos muy distintas. Son personas, lo sabemos, pero no como nosotros.
Parece que la preocupación por la supervivencia del clan, aquella que hacía a nuestros ancestros defender a toda costa a su grupo y desentenderse de los otros, está tan arraigada en nuestros cerebros que comprendemos cognitivamente que todos somos de los mismos, pero no actuamos como si lo fuéramos.
¿Cómo sentirnos vinculados con los oprimidos de tierras lejanas si no lo hacemos con el extranjero que se pasó a vivir al mismo barrio?
Cierto es que las cosas hoy pintan mejor que hace treinta años. Las comunicaciones modernas nos han hecho darnos cuenta de que lo que sucede en el punto más remoto del planeta nos afecta, y que si a un sujeto se le ocurre lanzar una bomba a un país distante de todas formas saldremos afectados, pues no vivimos en galaxias distantes, sino en un mismo, pequeño y frágil planeta. Y lo que nos afecta, nos importa.
¿Progreso? Algo habremos avanzado a través de los años, al menos ahora nos cuestionamos más sobre los derechos de aquellos que no nos son tan semejantes. Pero al ver la nueva entrega de Star Wars, me doy cuenta de que las cosas no han cambiado lo suficiente, pues Chewie sigue siendo menos que los otros, y en el momento que más necesita que se le reconozca, se le vuelve a hacer a un lado.
No digo más, para no echarle a perder la película a quienes no la han visto, pero aprovecho para dejarles tarea para cuando la vean: imaginen que Chewbacca fuera más humano en apariencia, un hombre de pelo en pecho pero sin tanto vello, uno que se pudiera identificar como un amigo de toda la vida. Pregúntense si al llegar la hora de repartir abrazos (a falta de medallas) la escena no debió ser diferente.
El autor es psicólogo.