Imaginemos un personaje ficcional que de pronto apareciera tal cual, al frente de nosotros. Sería una experiencia ominosa, fascinante y también imposible. Ningún héroe imaginario se hace real así no más. Un escritor puede concebir tipos creíbles, como si existieran en la realidad, pero eso es todo. El relato debe ser verosímil, mientras que lo narrado es irreal. La novela solo coquetea con la realidad. Pero… ¿siempre?
Hagamos un ejercicio. Imaginémonos a un escritor dotado de cierta fantasía que hace unos años concibió un héroe literario. En la fábula, el protagonista sería exagerado desde el principio. Nuestro fabulador querría escribir un mero juego de ficción política, así como se conciben historias de science fiction con máquinas que traspasan el tiempo.
Volvamos atrás. Hice anotaciones para ir armando la historia. Lugar: Estados Unidos. Época: nuestros días. Protagonista: un empresario que decide lanzarse a la carrera presidencial. Según el argumento de esta novela, no espera ganar la postulación. Su propósito es entrar en escena, atraer las candilejas para insuflarle vida a los negocios. Quiere estar en primer plano: al fin y al cabo es hombre de la televisión y adora las puestas en escena.
El relato. En un relato siempre es recomendable que el lector observe los cambios sufridos por el héroe. En general, desde las epopeyas antiguas, la acción avanza cuando se interponen obstáculos y adversarios a su paso, a veces enemigos mortales. Nunca faltan aliados que lo escuden y lo promuevan. El narrador ilumina la psique del protagonista y la pone a actuar, contrastándola con otros caracteres del argumento.
Así ha sido la novela moderna, desde el Quijote, pasando por los Hermanos Karamasov y Madame Bovary, hasta los héroes de Italo Calvino o García Márquez, para citar unos ejemplos. ¿Qué diría entonces el autor sobre el político incipiente?
Lo primero que hará es advertir que su discurso encaja con los reclamos o inclinaciones apenas visibles en un sector del electorado y que responde a cierta ideología ultranacionalista y supremacista blanca de raigambre cristiana.
Hay sectores tanto proletarios como de clase media sin esperanza, desplazados por la industria globalizada, a los cuales han olvidado los políticos: ajustarse a ese inmenso sector electoral es otro hallazgo del candidato. Las circunstancias le permiten ir armando el discurso apropiado a voces todavía sin voz.
El discurso. El autor de nuestra historia se imagina que su protagonista debe hablar con palabras simples e invocar lo que interese a sus votantes, hasta lograr sintonía con su conciencia, miedos y necesidades.
El primer hecho excepcional es imponerse frente a los demás precandidatos, a pesar de que lo rechaza buena parte de la maquinaria del partido al que ha ingresado tardíamente.
Para hacer más llamativo al personaje, el autor marca unos cuantos énfasis en la actitud del candidato: por ejemplo, antagoniza con los inmigrantes, critica los sistemas de visado vigentes, ataca a Wall Street, se muestra contrario a la política comercial pactada con China, es hostil al islam y simpatiza con Putin. Para agregarle más sal al salero, lo pone a amenazar con impuestos a las empresas que no reinstalen sus fábricas en territorio norteamericano. Pocas cosas se le escapan. México y el muro inútil se convierten en mensaje reiterado. Pueden imaginárselo, en su casa dorada y entre reverberaciones de Versalles, calculando nuevos pasos que suenen bien a los electores en movimiento alrededor suyo.
La acción es rápida, rapidísima, da vértigo. El lector no ha acabado de entender un paso cuando ya el personaje-candidato se adelanta tres. Los opositores van cayendo, atrae aliados. Su palabra casi siempre implacable, asertiva, evita las oraciones condicionales y el modo subjuntivo, su gramática se basa en el imperativo, en las frases cortadas, sus gesto facial no revela matices.
Al final aglutina casi a la mitad del electorado norteamericano. Un golpe fulminante es pronunciarse contra las políticas ambientales al proclamar que el cambio climático no obedece a la actividad industrial humana.
Victoria. En la segunda parte de la novela campea triunfante, ha vencido, es candidato a la presidencia. El día de las eleciones presidenciales derrota a su oponente, que aún no sabemos quién es. Todo ha sido tan fácil… El verdadero país de la democracia, no el mito, sino la tierra de los derechos de las minorías, la nación multicultural que nació como refugio de inmigrantes escapados a la persecución, ese país vota por un candidato que antepone la supremacía blanca, cristiana, nacionalista, antigay, anti-ONU, que enarbola la bandera de un Estados Unidos venido a menos al cual es preciso recuperar mesiánicamente. Tiene imagen de hombre sin condiciones, abandera la grandeza del mito: fuerte, blanco, cristiano, adalid de la tierra elegida.
El autor se suelta todavía más y sigue dándole forma al personaje, modelado con la conjunción de unos cuantos superhéroes clásicos y modernos.
Ya en los primeros días de su gestión, consolidado en la presidencia, se enfrenta al mismo tiempo a las fuerzas más grandes de este mundo: a sus propias instituciones de información, la CIA y el FBI; a países poderosos (China, Alemania y la Unión Europea en su conjunto); lanza dardos a la ONU, sacude a Australia; amenaza otra vez con sanciones a empresas norteamericanas; sacude tratados comerciales; dispara contra la OTAN, porque no la financian los beneficiarios, aunque haya sido un factor de contención del conflicto en la posguerra fría; emite un decreto contra inmigrantes de ciertos países que lo enfrenta al poder judicial; y, mientras tanto, aliado a cristianos fundamentalistas, sigue aglutinando apoyo entre sectores conservadores y trabajadores sin trabajo.
Dice que va a cumplir su promesa de construir el muro en la frontera y que México pagará los costos. La confrontación con un sector de la sociedad norteamericana es cada vez más aguda, mientras se producen claras resistencias y críticas en su mismo país y en el extranjero.
Cómplice. No da tregua. Enfrenta al mundo, a los jueces, y más aún a la prensa. Aquí el autor del relato se atreve incluso a aventurar una sospecha: la prensa ha sido cómplice por omisión en el irresistible ascenso del héroe. Lo ha analizado desde el principio, inflándolo en su imposibilidad, lo ha creído inocuo y destinado al fracaso, se ha burlado de él.
Estados Unidos es un país religioso. El calvinismo lo marcó desde el principio. Según la interpretación de Max Weber, el capitalismo se beneficia de la ética calvinista, pues la riqueza se interpreta como signo de salvación. Para el teólogo reformista Calvino, el ser humano no se redime por medio de su obra, sino que desde que nace está condenado o salvo (solo gratia, es decir solo la gracia de Dios lo salva).
Cada persona, en cambio, sí puede lograr un atisbo de su destino por el éxito o fracaso económico. Si se enriquece, sabe que Dios lo recibirá en el Paraíso. Si se hunde en la pobreza, está condenado a los infiernos.
Emisario. A sabiendas de esto, nuestro autor se imagina a su candidato como emisario de la gratia en la cual él mismo cree. A partir de esa ética –piensa nuestro autor– la cultura norteamericana ha construido el estereotipo de los vencedores y perdedores. Clasificación despiadada, radical, sin apelación, que no conoce término medio, como si toda la vida se definiera solo por dos extremos irreductibles.
Dentro de ese concepto tan arraigado (y además falso) se acomoda el héroe de la novela que un autor con demasiada imaginación se forjó hace varios años: el presidente es el gran ganador frente a todos los demás, el mundo de los perdedores. De esta manera concluye el relato de política ficción que forjó una fantasía sin freno. Lo que sigue es otro futuro.
Al acabar el texto, el autor no pone punto final, sino puntos suspensivos, haciendo algo inusitado en una novela. Pero no se atreve a publicarla: su personaje es imposible, inverosímil, no puede existir ni siquiera en la ficción.
El autor es escritor.