El filme The Eichmann Show (2015), encargado por la British Broadcasting Corporation ( BBC ) para conmemorar el setenta aniversario de la liberación del campo de concentración de Auschwitz y dirigido por Paul Andrew Williams, relata los periplos de la transmisión televisiva del juicio contra el obersturmbannführer nazi Otto Adolf Eichmann, a quien se le atribuye, entre otros crímenes, haber orquestado y llevado a cabo la llamada solución final al problema judío, que supuso el exterminio de millones de personas.
Además de ser quizá el primer “juicio mediático” a escala mundial, pues se transmitió en treinta y siete países, dicho proceso representó una forma de visibilizar la industria de aniquilación del nacionalsocialismo alemán y concentrar el anhelo de venganza no satisfecho con los juicios de Núremberg.
En la película, el director de la grabación del juicio contra Eichmann, Leo Hurwitz, interpretado por Anthony LaPaglia, se obsesiona con la búsqueda de alguna expresión de compunción en el ex oficial nazi, al ser expuesto a los testimonios de víctimas de los campos de concentración y el copioso registro audiovisual del horror al que se les sometió, con la finalidad de percibir en aquel hombre un rasgo de humanidad que le permitiese mostrar a la audiencia –y confirmar para sí mismo– que esas espeluznantes conductas no son privativas de una estirpe particular de individuos. Esta perspectiva trae consigo una advertencia clara y avasalladora: la violencia, aun aquella más cruenta, puede provenir de cualquiera.
Manipulación. Eichmann, sin embargo, se mantuvo impasible, con lo que se confirmaba su brutal e inhumano perfil, para deleite de los espectadores.
Al margen de las características estéticas de la producción y de los actos concretos atribuidos a Eichmann, de una brutalidad indescriptible y completamente inexcusables, me interesa reseñar algunos aspectos relacionados con la construcción de la noción de enemigo, como un instrumento de manipulación de masas, que se pueden extraer de la película.
Y es que nada permite desplegar más innobles sentimientos en los seres humanos que la conceptuación de un “enemigo absoluto”, a quien no se le debe ninguna conmiseración, pues no es como “nosotros”.
El correlato de ese odio, de ese devastador cauce de violencia legitimada, es la posición irreflexiva y acrítica que suscita.
A lo largo de la historia, la segregación y polarización de las personas se ha fomentado desde las cúpulas de poder como una herramienta extraordinariamente eficaz de control social.
La idea de un enemigo que sirva de chivo expiatorio de problemas cuya génesis es demasiado compleja e incómoda de abordar, a los que se les asigna etiquetas de monstruos o parias resulta así particularmente atractiva.
Una vez etiquetados, los enemigos, sin cuestionamiento valedero alguno, deben ser seccionados, mutilados del entretejido social.
Etiquetas. El parcial anonimato de las redes sociales permite hoy una virulenta multiplicación de las expresiones de odio contra esos enemigos. Al asumir maquinalmente lo que informan los medios de comunicación, las personas suelen facilitar la fijación de la idea de enemigo en su pensamiento, según haya sido sugerida.
Así, las incómodas limitaciones que para muchos impone el concepto de persona, se ven convenientemente abolidas. Al frente ya no tenemos seres humanos, nos encontramos ante “ladrones”, “homicidas”, “reos”, “inmigrantes”, “latinos”, “negros”, “pobres”, “homosexuales”…
Sea cual sea la etiqueta, la imagen del sujeto al que se le asigna puede ser moldeada para ajustarse al problema que no se desea tratar, epítome de un impecable efecto distractor. Al mismo tiempo, como elemento nocivo adicional, el etiquetado de seres humanos sacraliza el proceder de los no excluidos.
Furor vindicativo. Conductas que se tildan de inhumanas evocan en las personas respuestas más sanguinarias aún. No es difícil encontrar requerimientos de lapidación o castración contra presuntos agresores sexuales, sufrimiento y destierro para quien se señale como un ladrón, o muerte y condena celestial eterna para quien se le atribuya el deceso de algún animal de tierno aspecto.
Lo que, en palabras de Noam Chomsky, constituye una manufactura del consenso, es decir, el control subrepticio de la opinión pública por diversos aparatos de poder, se nutre de la creación de “enemigos totales”, que no son otra cosa que sujetos homogéneos, a los cuales se les ha cercenado todo rastro de humanidad y que, bajo esa visión parcial, sustituye la integralidad del ser humano con una etiqueta, delineada a imagen y semejanza de las necesidades de tales estructuras.
Por ello, volviendo al filme, la visión planteada por Hurwitz resulta fundamental para el abordaje de los problemas que más hondamente aquejan nuestra sociedad.
Es preciso reconocer, aun en las acciones más deleznables, al ser humano que se encuentra detrás, quizá esto nos ayude a entender que todos estamos expuestos a incurrir en conductas socialmente reprensibles, que nadie es inmune a los tropiezos en los derroteros de la vida, que no existe un componente cardinal de bondad o maldad ligado a nuestro color de piel, clase social o preferencia sexual, que todos somos el resultado de las circunstancias y condiciones en las que se ha desplegado nuestra biografía y que aun las más repulsivas conductas humanas merecen un juicio justo.
El autor es juez penal.