No he leído Testamento de juventud, la primera entrega de las memorias de la autora británica Vera Brittain que abarca sus vivencias desde 1900 a 1925. Pero sí tuve oportunidad de ver el filme del mismo título, que se estrenó en el 2014 y sentí una profunda emoción por el quebranto que para ella significó perder a su prometido, a su hermano y a sus mejores amigos en el frente de batalla durante la Primera Guerra Mundial.
De aquella terrible experiencia, Brittain, una mujer rompedora que cursó estudios universitarios en Oxford y se desempeñó como enfermera en la guerra para sentirse útil mientras los hombres se alistaban, concluyó que el esfuerzo del pacifismo antes de mandar a los jóvenes a morir bien valía la pena. Brittain fue activista y hasta el final de sus días reivindicó el recuerdo de su hermano, el cual murió en combate en Italia, donde ella pidió que esparcieran sus cenizas: “Cerca de 50 años buena parte de mi corazón ha estado en ese cementerio de pueblo italiano”, dejó escrito en su testamento.
Tiempo después, la tragedia ha sacudido a otros jóvenes: tras la matanza en el colegio Marjory Stoneman Douglas (que lleva el nombre de otra pionera de los derechos de la mujer) en la localidad de Parkland, en Florida, los supervivientes de la masacre han regresado a su escuela, donde hay 14 pupitres vacíos. Desde el día del tiroteo perpetrado con un potente AR-15, muchos alumnos iniciaron una cruzada en nombre de sus amigos muertos y también de sus propias vidas, alteradas para siempre por un episodio traumático que también es un signo de los tiempos que corren en los Estados Unidos.
Protagonismo joven. En las últimas semanas, hemos visto a muchachos que aún no han alcanzado la mayoría de edad hablar con propiedad, entrega y compromiso sobre las circunstancias que propiciaron la matanza. Sin pelos en la lengua y manejando datos fehacientes, entre los supervivientes han surgido líderes que denuncian la obscena facilidad con que se puede comprar un rifle de asalto; exigen a los políticos respuestas más allá de la retórica; organizan marchas nacionales; y, sobre todo, se han jurado tomar por bandera la causa por un mayor control de armas.
Cuando veo a adolescentes tan elocuentes, me viene a la mente ese Testamento de juventud de Vera Brittain, alegato de una época marcada por la devastación que produjo la guerra. Ahora bien, esta es una guerra bien distinta que se libra en suelo americano y con el enemigo en casa portando artefactos de guerra que se obtienen con alarmante facilidad.
La juventud que hoy llora a los muertos de Marjory Stoneman Douglas pertenece a la generación posmillennials que muy pronto acudirá a las urnas para elegir a los funcionarios públicos que sirvan a sus ideales e intereses. Son la llamada generación Z, aún más ducha que los millennials en el manejo de las redes sociales. Se trata de la generación más diversa racialmente en la historia del país y con actitudes muy abiertas respecto a la orientación sexual, creencias religiosas y la composición de la familia.
Los jóvenes que hemos visto marchar en Florida y en Washington y que han tomado los micrófonos para clamar “Nunca más”, representan el crisol diverso de una nación que hasta ahora ha presumido de ser baluarte de libertades, pero con la asignatura pendiente de una cultura —la de las armas potenciada por la sacrosanta segunda enmienda— que deja un reguero cada vez más grande de sangre y muertes.
Desafío. Con la energía incandescente de la juventud, estos estudiantes desafían las descalificaciones de los más cínicos que ven en ellos un entusiasmo juvenil pasajero; pasan por alto a quienes solo ensalzan las hazañas que ellos protagonizaron en el pasado, incapaces de reconocer el mérito en el relevo generacional; desenmascaran las campañas de difamación que extremistas y grupos de interés propagaron de inmediato en las redes sociales. Azuzados por una experiencia dramática, están embarcados en una lucha con el deseo de mejorar su entorno. Es lógico que aspiren a que un día sus hijos no mueran de un modo tan inexplicable y atroz.
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Después de la matanza de Parkland, tuve ocasión de preguntarle a una de las estudiantes de la escuela qué piensa estudiar cuando se gradúe. Sobrecogida, la muchacha me respondió que siempre había soñado con ser arquitecta, pero que la muerte de sus compañeros la empuja a hacer algo que fuerce cambios necesarios. Tal vez sin proponérselo, hablaba de su testamento de juventud.
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La autora es escritora.