Si Dios es infinitamente justo, su misericordia es finita. Si Dios es infinitamente misericordioso, su justicia es finita. Como administrador de la justicia, tendrá que castigar al miserable. Como padre clemente, perdonarlo. Pero absolver al verdugo es traicionar a la víctima.
¿Descubriremos a Nerón y Hitler sonriendo beatíficamente a su diestra, aureolados por luz inmarcesible, cuando lleguemos por aquellos lares? ¿Qué dirán, en tal caso, los mártires que murieron por sus manos? Si todo lo castiga, no puede perdonarlo todo. Si todo lo perdona, no puede castigarlo todo. ¿En qué quedamos?
Hay mil paradojas de este jaez que son, para nosotros –bacterias humanas–, estrictamente incomprensibles. A este pequeño inconveniente, la mayoría de los teólogos propondrá la misma respuesta: los hombres deben renunciar a penetrar los arcanos de Dios. Su lógica no es la nuestra. La partícula no puede comprender al Todo. Lo que en nosotros disuena es para Él perfecta armonía y consonancia. Tal es la definición del dogma: el pensa-miento que rehúsa pensarse a sí mismo, el sistema de creencias que rechaza someterse a su propio instrumental crítico. Creer dogmáticamente equivale, como diría Camus, a un suicidio intelectual.
Si el mundo se pusiera de acuerdo, en virtud de un acuerdo planetario, para observar absoluto silencio durante un minuto –y ello incluiría el enloquecedor parloteo de la razón–, los seres humanos podrían, quizás, escuchar a Dios.