Empecemos por lo básico: los servicios públicos los brinda el Estado para satisfacer las necesidades de los usuarios por medio de condiciones que debe valorar tomando en cuenta el momento histórico y la figura que elija para ofrecerlos. Así, en la historia de nuestro país, hemos pasado algunos servicios privados a públicos y algunos públicos al sector privado, con mejores experiencias en este sentido, principalmente, en los primeros años del siglo XXI.
Sin embargo, algo no cambia. Si no hay usuarios que requieran los servicios, estos no existirán ni habrá interés del Estado ni de los privados en ofrecerlos, lo cual pone a los consumidores siempre en el centro de la discusión, generalmente, en forma de bolsa con signos de colones con un lazo rojo esperando que se definan las mejores condiciones para cobrarle, hasta la fecha, sin importar los conceptos de eficiencia, calidad, mejora continua, eficacia y justicia tarifaria, pese a que las autoridades reguladoras lo han intentado.
La discusión que mantiene el gobierno con los taxistas invisibiliza al usuario y, con ello, la razón de ser de todo servicio público, los derechos que tenemos, y, lo más grave, la obligación del Estado de apartar todo interés sectario o corporativo para velar por las mejores condiciones en la prestación de este.
Está claro que el gobierno no es necesariamente el mejor defensor de los derechos de los consumidores, al contrario, en el pasado los servicios públicos se han visto como una forma de pago por apoyos políticos. Por ello, se definieron demandas artificiales y condiciones desfavorables para los usuarios. Aunque ha habido un cambio, aún sufrimos el efecto de las políticas de antaño.
Nueva generación. Un enfrentamiento generacional pone al gobierno en un problema serio, del que podría salir airoso si antepusiera a todo interés económico y sectario los derechos, los intereses y las opiniones de los usuarios.
En una democracia, donde todos claman por las consultas populares, en el gobierno del segundo cambio, en el momento de la participación ciudadana es un contrasentido que en las supuestas mesas de negociación no se incorpore la voz de los usuarios. Pretenden decidir por todos sin la voz de todos.
Uber es un ejemplo de los cambios, un ajuste a las necesidades de transporte y una demostración de que las demandas bajo las cuales se calculan la cantidad de concesiones de taxis nunca han funcionado adecuadamente y, por tanto, las condiciones económicas bajo las cuales se establecen las metodologías tarifarias tampoco.
Por el otro lado, también es cierto que el exceso de trámites y regulaciones para obtener una concesión de taxi han hecho que afloren otros servicios, si fuese regulatoriamente más sencillo el acceso, muchos más se habrían dedicado a la actividad, aunque eso suene sectaria o políticamente inconveniente.
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El gobierno debe resolver el asunto en un corto tiempo, no convirtiendo a Uber en empresa de taxis, y tampoco convirtiendo a los taxis en Uber. Son modelos distintos, que se alejan esencialmente en las condiciones tecnológicas de prestación de las economías colaborativas.
Existe la oportunidad de mejorar las condiciones de transporte para los usuarios, para los oferentes del servicio y para continuar con los impulsos de desregulación bajo control del Estado, pero sin la voz de los usuarios presente, el mecanismo será el mismo que se usaba en los setenta y los ochenta: de espaldas al usuario.
El autor es vicepresidente de Consumidores de Costa Rica.