El aparato estatal ha mantenido altos niveles de déficit en los últimos años, lo cual ha generado un aumento de la deuda pública, sin llevar aparejado una reducción de la pobreza o una mejora en los servicios públicos, incluso recurriendo a deuda para financiar gasto corriente. En las condiciones actuales, y sin hacer nada, la dinámica creciente del déficit produciría que la deuda del Gobierno Central supere el 60% del PIB en el 2020 y el 70% en el 2022.
Nuestra situación no es ajena a otras latitudes, la dificultad de los países europeos para financiar los desequilibrios presupuestarios generados por la crisis del 2008 los llevó a la necesidad de adoptar reglas de estabilidad presupuestaria constitucional o en leyes constitucionales, a efecto de darles carácter vinculante y duradero. En nuestro caso, la Constitución Política estableció hace más de 60 años reglas fiscales en relación con el presupuesto de la República, que han sido mancilladas impunemente.
La materia presupuestaria es definida en los artículos 176 y 180 de la Constitución Política, los cuales señalan que el presupuesto comprende todos los ingresos probables y todos los gastos autorizados de la Administración Pública durante el año económico. Pero el presupuesto es algo más que un balance de ingresos y egresos, es el límite de acción de los poderes públicos en materia de gasto público.
Equilibrio. Nuestra Carta Magna establece que en ningún caso el monto de los gastos presupuestados podrá exceder el de los ingresos probables, así como tampoco la Asamblea podrá aumentar los gastos si no señala los nuevos ingresos que los cubran, previo informe de la Contraloría General de la República sobre su efectividad fiscal. Nada de esto se ha cumplido, ergo, todas las leyes creadas sin dicho respaldo son inconstitucionales, así como las últimas siete leyes de presupuesto.
Al día de hoy, dos poderes de la República se encuentran en franca violación de disposiciones constitucionales, pero no hacen esfuerzos por siquiera revertir dicha situación mediante la aprobación de reducciones del gasto (pluses salariales, pensiones y recortes en “consultorías”) y reformas al sistema tributario.
Por un lado, el gobierno pretende cargar en el sector productivo todo el peso de la crisis, cuando es precisamente dicho sector el que financia todo el aparato estatal, y por el otro, la oposición se niega a reconocer la necesidad de la reforma fiscal y reducción los altos niveles de evasión.
Cuidado. A estos efectos, se debe tener mucho cuidado con aumentar la presión fiscal sobre el sector productivo formal, que es el que paga impuestos. Ya la OCDE advirtió que la tarifa general del impuesto sobre la renta (30%) es muy alta, tanto en relación con América Latina (26%) e incluso de la OCDE (24,7), así como también altas son las contribuciones a la seguridad social. Contrario a lo que argumentan varios sectores, la ratio de tributos/PIB en Costa Rica se ha mantenido constante en torno al 23% (OCDE), por lo que se debe pensar en una reforma estructural y sobre las bases, no en las tarifas.
Es populista afirmar que a punta de recortes podemos solucionar el déficit fiscal, así como también lo es creer que el tema del déficit pasa únicamente por la evasión fiscal. Nuestras leyes fiscales son de los ochenta, y necesitan ser reformadas, pero la fiesta del sector público debe acabar. El funcionario público debe servir al pueblo, y no servirse de este.
Sin ponerle coto al gasto público, no existe reforma fiscal que financie el despilfarro, pero sin solidaridad fiscal no hay Estado que logre acometer sus fines. Por ende, todos tienen que ceder.
El autor es abogado.