No hay presidente que en su discurso del 1.º de mayo no diga que su gobierno es buenísimo y que sus ministros y presidentes ejecutivos (PE) son los mejores en la historia patria. En la segunda parte de la sesión legislativa, los diputados del gobierno se deshacen en alabanzas, y los de oposición, en críticas. El mismo guión con diferentes actores, un año tras otro.
No pocas veces se trata de un doble discurso por parte de quienes están a cargo de instituciones sin la esperada excelencia, calidad y oportunidad en sus servicios. Por ejemplo, hoy resulta ofensivo exigirle al Ministro de Educación que matricule a sus hijos en la escuela y colegio públicos (no los colegios científicos, de reconocida calidad académica).
Prueba de una buena gestión institucional sería, por ejemplo, que el ministro de Justicia no ponga objeción a que su pareja reciba revisión para ingreso a La Reforma y que el PE del AyA no compre agua embotellada. Además, que el gabinete entero consulte en el Ebáis y las clínicas de la CCSS.
Por supuesto que existen instituciones públicas de excelencia: no tengo duda de que cualquier funcionario del ICE usa teléfonos Kolbi.
Estoy segura de que las autoridades de la UCR no tendrían objeción a que sus hijos estudiaran en ella.
¿Sería posible lograr que todas las instituciones públicas sean tan buenas que, de requerir sus servicios, sus jerarcas no las rehúyan?