Bien haríamos los costarricenses si dedicáramos un tiempo a analizar con detenimiento las profundas crisis económicas que atraviesan Grecia y Puerto Rico.
En ambos países, el sistema económico ha descarrilado después de muchos años de déficits fiscales acumulados que no fueron solucionados a tiempo y fueron financiados con más y más deuda, hasta que no se pudo pedir otros préstamos. Y ambos sufren alto desempleo, decrecimiento económico e inestabilidad social exacerbada.
El desempleo en Grecia supera el 25% y entre los jóvenes, el 50%. El producto interno bruto griego ha decrecido casi un 30% desde que se inició la crisis financiera global, en el 2008. Para poner en perspectiva el tamaño de la hecatombe en Grecia, esta reducción es más alta que la experimentada por Estados Unidos durante la gran depresión de los 30 y representa al menos 8 veces el efecto que tuvieron en la economía de Japón el terremoto y el sunami en Fukushima, en el 2011, calculado, grosso modo, en un 3% de su PIB.
En Puerto Rico, el producto interno bruto ha caído casi un 13% desde el 2008 y el desempleo ha estado entre el 14% y el 15% en los últimos años, números menos exorbitantes, pero, en términos económicos, también equivalen a media depresión y a varios terremotos japoneses.
¿Por mismo camino? En Costa Rica no nos encontramos exentos de transitar un camino similar (ojalá logremos prevenir a tiempo). Desde la crisis global del 2008-2009 nuestra economía ha sufrido crecientes y francamente abultados déficits fiscales.
La comunidad internacional ha comenzado a preocuparse y, en consecuencia, las agencias clasificadoras de riesgo bajaron la calificación crediticia de Costa Rica. Nuestra contralora llamó recientemente la atención a los diputados en este sentido y comparó las finanzas del Gobierno con la de una familia que gasta un 70% más de lo que gana.
La solución al problema fiscal, sin embargo, no es nada sencilla. La administración Solís Rivera (así como la anterior y la que le precedió) han argumentado que es necesario incrementar los ingresos fiscales para hacerles frente a todas las obligaciones del Gobierno central.
La verdad es que no se vale hablar de reforma fiscal sin hacer una profunda revisión del gasto y sin tratar de recortar en entidades y programas donde el desperdicio de recursos y la ineficiencia son notorios.
Si es necesario revisar los montos que la Constitución estipula para ciertos ministerios y entidades, pues que así sea. No es cierto que el actual gobierno haya hecho un esfuerzo para reducir el gasto, pues aprobó un presupuesto para el presente año a golpe de tambor.
Con ello ha perdido credibilidad para que el Congreso apruebe una reforma tributaria orientada, fundamentalmente, a incrementar los ingresos fiscales (de hecho esta es la base del acuerdo con que partidos de oposición lograron apropiarse del Directorio legislativo el pasado 1.° de mayo).
Visto así, convencerlos de la urgencia de resolver el problema fiscal va a resultar una tarea cuesta arriba para la actual administración.
La reducción del gasto no es fácil. De hecho, requiere valentía poco común, porque proponer recortes y reformas en el Estado genera inevitablemente enemigos políticos y acérrima resistencia de aquellos que se sienten afectados.
Materia de reflexión. ¿Cómo hemos conseguido esquivar hasta el momento la tormenta que algunos tememos que finalmente llegue? Bueno, hemos estado gozando de condiciones externas muy favorables, como el precio del petróleo, las bajas tasas de interés y las abundantes entradas de capital al país. Pero, al mismo tiempo, hemos recurrido más y más al endeudamiento (¿engullendo aceitunas griegas a ritmo de salsa boricua?).
Estas condiciones, sin embargo, no durarán para siempre. Es evidente que las tasas de interés comenzarán a subir pronto. Más que un aumento de una fracción de punto en unos meses que, per se , sería poco significativa, lo que debe preocuparnos es la trayectoria entera de incremento en las tasas de la que, muy apropiadamente, nos previno la presidenta de la Fed, Janet Yellen, unos días atrás.
La merma en la inversión que viene del extranjero, combinada con condiciones económicas externas menos favorables (precio del petróleo y tasas de interés al alza, por ejemplo) podrían convertirse en la tormenta perfecta que acabe por despertarnos demasiado tarde, como ha ocurrido en Grecia y Puerto Rico, sin lugar a duda.
Para evitarlo, no nos queda más que solicitar muy encarecidamente a nuestras autoridades –diputados y funcionarios del Ejecutivo– que, atendiendo la responsabilidad que recae sobre sus hombros, busquen soluciones que conlleven concomitantemente a una reducción (y mejor asignación) del gasto estatal, así como a una reforma del sistema tributario nacional, que lleve a cabo una recaudación fiscal más justa y equitativa. En ambos frentes, hay muchísimo que se puede hacer.
Mauricio Jenkins es profesor asociado en el Incae.