Incapaz de expresarse con propiedad, con galanura y elocuencia, pero procurando al mismo tiempo no ser percibido como un naco, maicero, polo o pachuco –o bien esa nueva especie híbrida e implosiva que es el “pachulo”–, el tico adopta un código verbal que se quisiera elegante, que pretende sobrevolar “el grado cero de la escritura” (Barthes), pero que no es otra cosa que afectación, pedantería y falsa donosura.
Uno. La gente no fallece: se muere, ¿me entienden? ¡Se muere, nos morimos! En nada atenúa la brutalidad del hecho sustituir a los muertos por “fallecidos”. “El huracán Otto dejará fallecidos”… ¡Qué lamentable rebuscamiento! ¿Será que la gente muere menos o de manera más decorosa cuando fallece?
Y lo impensable: en un espacio noticioso oí a uno de los reporteros decir que “el masculino se falleció al ser ingresado al hospital”. Así que ya lo saben: ahora uno “se fallece”, no muere. No es obsceno, inhumano o excesivamente escabroso decir: “el choque dejó un saldo de tres muertos”, ¿me siguen? Voy de nuevo: no hay nada inelegante en usar las palabras “muerte” o “muertos”: son perfectamente eufónicas, contundentes y no necesitan la cursi cosmética del “fallecidos”.
Dos. De nuevo, amigos: no es más fino y estiloso decir “el paciente fue ingresado al hospital” que “el paciente entró al hospital”, o “fue llevado al hospital”.
Desengáñense de una vez por todas: “ingresar” no es palabrón, un terminazo, un vocablo de nobilísima prosapia que adornaría cualquier frase en la que estuviera inserto. En un hospital, a uno lo admiten, lo internan, lo llevan, lo dejan o bien el paciente entra por sus propios medios. No lo “ingresan” ni “retiran”.
Por las heridas de Cristo: bájenle unos poquitos decibeles, siquiera, a la chirriante polada de esta especie de léxico con veleidades de prestancia, y que no es otra cosa que resobo y melindres.
Tres. La gente no “se encuentra”: ¡la gente está, o bien no está! Entiendan de una vez por todas que decir “el paciente se encuentra en recuperación” no es, en modo alguno, más elegante que decir “el paciente está recuperándose”. La pregunta telefónica “¿se encuentra Panchito?” es una polería infumable. ¿Cómo no habría de “encontrarse”, Panchito? ¿Se habría por ventura extraviado? Así que de nuevo: entérense de que no son ustedes menos nacos por usar “encuentra” en lugar de “está”. Antes bien, rubrican su naquería con ello.
Cuatro. El huracán Otto nos deparó un inapreciable dije verbal: “afectación”. Los periodistas adoptaron la palabra y ahora la exhiben como si del diamante zirconia lingüístico se tratase.
El huracán causa daños, estragos, perjuicios, devastación, asolamiento… el repertorio era amplio. ¿Para qué ir a sacar, del cajón de los maicerismos más relamidos, la palabra “afectación”? Pero resulta que ahora el término desborda su registro semántico.
Se habla de “afectación” para referirse a accidentes de tránsito, nuevos impuestos, una epidemia, un escándalo político, un partido de fútbol: “los desbordes por la izquierda de Colindres generaron gran afectación en la defensa liguista”.
Por favor… Tomémonos, de vez en cuando, una vacacioncita de la polada: nada que deba sumirnos en el terror, ustedes saben: apenas unos diitas, para explorar quizás horizontes lingüísticos más nobles e inéditos.
Cinco. “Colocar” no suena en lo absoluto mejor que “poner”. “Para suavizar el cuero de los zapatos nuevos basta con colocarles un poco de alcohol”… Pssst… ¿colocarles? ¿Cómo es eso? ¡Pero si para expresar esta noción teníamos el perfectamente correcto y exacto “ponerles”!
Uno no dice “colocar las barbas en remojo”, o “coloqué las manos sobre el teclado”, o “te coloqué sobre la cama y comencé a acariciarte”. ¡Puse, puse, puse: del verbo “poner”! ¡No es necesario “maquillar” el concepto con el torpe, inapropiado “colocar”: “yo me coloqué la mano en el corazón y después juré”.
Es como salir a la calle con un vestido absolutamente ridículo. A nadie se llevarán a la cárcel por ello, no está la persona cometiendo ningún crimen o contravención… pero su gesto no deja por ello de ser un desatino.
Seis. Por las cenizas de mis ancestros, que alguien les diga a los empleados que atienden en los restaurantes de comida rápida que ya los “caballeros” no existen. Son un anacronismo, algo obsoleto, de nuevo: una cursilería-polada-maicerismo de la peor estofa.
¿Caballero, yo? ¿Será que se me olvidó el caballo o que lo perdí de camino al restaurante? No más “¿en qué puedo servirlo caballero?”, o “¿el caballero desea su hamburguesa con mayonesa o con kétchup?”.
Si no usan el término “dama” para aludir a las mujeres, ¿por qué echar mano de la absurda antigualla de “caballero” para interpelar a los hombres? ¿Porque les suena más chic, más formal, más elegante? ¡Pues entiendan que no lo es: no es ninguna de esas cosas: es, tan solo, un polo tratando de sonar “fino”!
Siete. No hay ninguna necesidad de invocar un término tan grávido de significación como “desea” para decir “quiere” o “prefiere”. Así, por ejemplo, el mozo puede preguntar: “¿el señor quiere que le ponga el aderezo?”. Cursi, relamido, irrisorio sería plantearlo: “¿el caballero desea que le vierta el aderezo?”.
En primer lugar, como ya dije, en nuestra sociedad no hay ya caballeros. En segundo, uno “quiere” el aderezo, no lo “desea”: ¡está bien desear a lo Tristán e Isolda, desear al ser amado, o desear con esa peculiarísima intensidad con que se formula un último deseo, en el paredón de fusilamiento!
Pero ¿“desear” un poco de salsa? ¡Es subutilizar –charralear– el verbo! ¡Para eso tenemos “querer”, que es mucho menos lírico y paroxístico! Finalmente, el aderezo no “se vierte” se pone: es así de simple. “Vertirlo” no le va a dar más sabor que “ponerlo”.
Actitud populista. Hoy, en una actitud de concesividad seudodemocrática, seudoinclusiva y seudopermisiva, nuestros prestes del idioma nos dicen que cualquier expresión es correcta… si cumple con el objetivo de ser inteligible, esto es, si transmite el mensaje que el emisor intentó formular. Pero también puede suceder que yo esté en total desacuerdo con esta política crowd pleasing, populista y alcahueta.
Cierto que un músico puede tocar el tema de la “Oda a la alegría” de Beethoven errando los valores rítmicos, fraseando mal, teniendo baches de memoria, pifiando nota tras nota y todo ello con el peor sonido imaginable… y la “Oda a la alegría” será todavía inteligible, esto es, reconocible. ¡Pero yo no aplaudo la mera inteligibilidad! ¡El lenguaje –el verbal como el musical– debe ser tratado con amor, pulcritud, esmero, devoción y fervor!
Así que no: a mí el cuento de la “inteligibilidad” como criterio para validar cualquier endriago lingüístico no me funciona. Celebro que un escritor profesional, en su erótico juego con el lenguaje, convoque palabras arcaicas, inusuales, extrañas, desconcertantes… hay una intención detrás de todo esto, una preocupación de orden estético, y una voluntad manifiesta de alejarse de los trillos más socorridos del lenguaje. Pero él sabe lo que hace. Por eso es escritor.
Las aberraciones que he comentado no tienen, en cambio, otro origen que la ignorancia y la falta de criterio lingüístico. Si no pueden hablar como Cervantes… pues entonces siquiera sepan ser simples, y no se pongan en ridículo con una retórica que no les luce, y además banaliza y desvirtúa el lenguaje.
El autor es pianista y escritor.