Una materia divulgada recientemente por el periódico londinense The Economist sugiere que la grave crisis financiera por la que están pasando las Naciones Unidas tiene una dimensión bien mayor de lo que prima facie se anticiparía. Parecería estarse formando, más allá del plano puramente financiero, una disposición para, a la par de seguir considerando proyectos e ideas tendientes a reformar parcialmente el sistema de las Naciones Unidas, también cuestionar el propio futuro de las actuales estructuras de la Organización. Esto ocurre en medio del actual ciclo de Conferencias Mundiales (Medio Ambiente y Desarrollo, 1992; Derechos Humanos, 1993; Población y Desarrollo, 1994; Desarrollo Social, 1995; Mujer, 1995; Habitat-II, 1996) que gradualmente dan forma y contenido a la agenda internacional del siglo XXI, y, más particularmente, a la llamada "agenda social" de las Naciones Unidas.
La nueva era en que hoy vivimos, inaugurada por los eventos que han alterado profundamente el escenario mundial desde 1989, nos revela un mundo tal vez aún insuficientemente preparado para la posguerra fría. Las incertidumbres que nos circundan despiertan mis reminiscencias de un debate que tuve el privilegio de sostener, en 1980, con un pensador francés que, en su vasta obra, buscó siempre extraer las consecuencias de la racionalidad, a pesar de admitir al final de su vida que la irracionalidad es una constante en la historia. A los 75 años de edad Raymond Aron visitó Brasilia, como invitado de la Universidad local, donde participó de un simposio sobre su obra (22-26 de septiembre de 1980). No estaba yo de acuerdo con algunos de sus planteamientos (V. g., su apología de Europa Occidental, en su Plaidoyer pour I´Europe Décadente (1977), y su aparente minimización de algunas conquistas sociales de Europa del Este de entonces, además de otros argumentos en su Paix et Guerre entre les Nations (1961)). Por otro lado, me causaban una positiva impresión su preocupación constante con las libertades públicas, y sobre todo con la libertad del espíritu, su vigor conceptual y su negación de los dogmatismos --calidades raras en una época de masificación.
De mi encuentro con Aron en 1980 guardé la imagen de la privilegiada vocación intelectual de un pensador por muchos considerado como uno de los últimos grandes clásicos. El ser humano, decía él (Leff Désillusions du Progrès, 1969), es una "historia inacabada", siendo por lo tanto inaceptable cualquier fantasía o pretensión de "fin de la historia" (aún más que el conjunto de esta es de difícil comprensión). El llamado "sentido de la historia" le parecía una noción inventada a posteriori para dar una aparente inteligibilidad a la sucesión de crisis. En el referido simposio diagnosticó Aron que los años ochenta serían "difíciles, inestables y peligrosos" (Raymond Aron na UnB, Ed. Univ. de Brasilia, 1981, pp. 45, 80-81). Lo que él no previó, y nadie podía prever, aún pocos meses antes de lo ocurrido, fue la caída del muro de Berlín, con el llamado "fín del comunismo" y el inicio sorprendentemente precipitado de una nueva era.
El siglo agonizante en que vivimos dejará una marca trágica: nunca, como en el siglo XX, se verificó tanto progreso en la ciencia y tecnología acompañado de tanta destrucción y crueldad. Nunca, como en nuestros tiempos --como quedó advertido en la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social de 1995-- se verificó tanto aumento concentrado de la prosperidad acompañado trágicamente de tanto aumento generalizado de la pobreza extrema. Estamos muy lejos del ideal kantiano de la acción individual como "principio de una legislación universal"; la creencia en la razón y la confianza en las ciencias y el progreso, propias del iluminismo, se vieron estremecidas por las barbaries del mundo moderno (el holocausto, el gulag, entre otras tantas). Las atrocidades contemporáneas (Bosnia-Herzegovina, Ruanda, entre otros violentos "conflictos internos") parecen indicar que el ser humano no aprendió las lecciones del pasado. Ya en 1960, otro grande pensador del siglo XX, Bertrand Russell, en luminoso ensayo titulado Knowledge and Wisdom (tema retomado más tarde en su monumental Autobiografía), advertía que la búsqueda del conocimiento, que superó en nuestra época todas las anteriores, "puede tornarse perjudicial si no estuviere combinada con la sabiduría"; esta última, lamentablemente, no ha acompañado los avances del conocimiento humano.
Así como los eventos de los últimos siete años serían impensables a mediados de los años ochenta, las utopías de hoy pueden quizás convertirse en realidades de mañana. Podemos perfectamente concebir la Organización de las Naciones Unidas fortalecida y adaptada a los retos del nuevo siglo, y sobre todo más democrática, por ejemplo, sin el poder de veto en el Consejo de Seguridad, y sin el voto ponderado o proporcional en los organismos financieros internacionales del sistema (FMI, Banco Mundial) --tal como fue propugnado por el Forum Mundial de las ONG paralelo a la II Conferencia Mundial de Derechos Humanos en 1993. Urge que los vientos de democratización, que afortunadamente soplaron en las bases de tantas sociedades nacionales, alcancen también a las organizaciones internacionales, de modo a adecuarlas a las realidades y demandas de nuestra época.
Pero qué certeza podemos tener de que lo que nos parece razonable se realizará necesariamente? Esta misma pregunta la formuló Aron en nuestro debate de 1980; ya al final de su vida, admitía él que perdiera la fe en los seres humanos pero no la esperanza en la capacidad de sobrevivencia de la humanidad. Y agregó una memorable confesión: "Desconozco el papel desempeñado por la razón en el desarrollo de los acontecimientos... de las sociedades... En rigor, es tan solo retrospectivamente que se puede encontrar una razón en los acontecimientos que ya se realizaron... Lo que es posible... es reflexionar sobre el mundo en el cual estamos y, al mismo tiempo, ser de cierta manera un actor... por la palabra y por los escritos" (op. cit., p . 12). Poco después fallecía él, en 1983, año de la publicación de sus Memorias en París.
El actual cuadro grave y generalizado de persistentes violaciones masivas de derechos humanos realza las apremiantes necesidades de protección, sobre todo ante la diversificación de fuentes de dichas violaciones (v.g., las perpetradas por los detentores del poder económico-financiero, o del poder de las comunicaciones, por grupos clandestinos de exterminio, por el recrudecimiento de los fundamentalismos y fanatismos, además de las resultantes de la corrupción e impunidad). La preocupación corriente en establecer un monitoreo continuo (con medidas de prevención y de seguimiento) de los derechos humanos en escala mundial, vís-a-vís todos los tipos de dominación, tiene, pues, a mi modo de ver, su razón de ser. Es un corolario del reconocimiento por las recientes Conferencias Mundiales de Naciones Unidas de la legitimidad de la preocupación de toda la comunidad internacional con las condiciones de vida de todos los seres humanos. Es este un gran desafío que enfrentamos, en vísperas del nuevo siglo, en medio al importante diálogo universal propiciado por el actual ciclo de Conferencias Mundiales, al abordar temas que afectan a la humanidad como un todo, en un renovado voto de confianza --quizás la última esperanza-- en la razón humana.