El calendario que muchos países adoptaron a partir del año 1582, conocido como gregoriano, pues fue promulgado por el papa Gregorio XIII, tiene como inicio el nacimiento de Jesucristo, aunque con un error, pues quien había calculado esa fecha, el monje y matemático Dionisio el Exiguo (Chiquitín), empezó con el año uno (A.D.1), en vez del cero, número que entonces era prácticamente desconocido. Este sustituyó al calendario juliano (instituido por Julio César y que tiene su origen en la fundación de Roma).
Cuando comenzó a regir el gregoriano, el juliano tenía un desfase de diez días con respecto al movimiento efectivo de la Tierra alrededor el Sol. Por tanto, fue necesario eliminar diez días. Los países que esperaron para adoptar el gregoriano tuvieron que eliminar más. Tal fue el caso de Rusia, que hizo el cambio en el año 1918 y por ello tuvo que borrar de un solo plumazo los once días que iban del 2 al 11 de febrero.
Lo descrito es importante porque implicó que la Revolución rusa de octubre en realidad deba ahora ser celebrada en noviembre. También, porque hace cien años, el 30 de diciembre gregoriano de 1916, tuvo lugar el asesinato de un personaje famoso.
Antes de proseguir, debo manifestar que este relato tiene algo de “refrito”, porque en agosto de 1998 en esta sección, bajo el título “ Grigori E. Rasputín ”, escribí parte de lo que aquí, con motivo del centenario, retomo.
Arribo del campesino. Nicolás II, coronado zar del imperio ruso en 1894, mostró poco interés por la política y por la dirección de su país. Puesto a escoger entre las responsabilidades imperiales y la vida familiar, escogió a esta última. Su débil personalidad lo hacía presa ideal de una mente despierta, que supiera ejercer el poder detrás del trono. Dicen que el poder le tiene pavor al vacío y si quien debe ejercerlo no lo hace, otro lo hará. Tal, como veremos, fue el caso de Rasputín.
En 1903, Grigori Efimovich Rasputín, un campesino de mirada inquisidora, de Siberia, donde no hay campo para el débil, que a la postre tenía treinta y tantos años, pero que escribía como uno de cuatro, bajó de su pueblo natal y se instaló en la bella ciudad de San Petersburgo, conocida como la Venecia del norte. Su grandísima habilidad para leer la mente de las personas, convencer e hipnotizar, a la que unía un conocimiento desordenado de pasajes bíblicos, que había aprendido en tres meses de vida en el monasterio ortodoxo de Verkhoturye, cayeron en terreno abonado cuando conoció a Ana Vyrubova, la amiga más íntima de la zarina Alejandra, a quien pronto iba a impresionar fuertemente.
En una oportunidad, Rasputín detuvo de forma casi mágica una hemorragia de Alexis, el hijo de los zares, y eso le abrió las puertas del patrocinio oficial. Otras veces su poder curativo lo ejerció por teléfono y hasta por carta.
Grigori pasaba por monje y, en particular, por staretsy, que era como se conocía a sabios y penitentes viejos, a quienes peregrinos de todos los rincones de Rusia visitaban para pedir consejo y obtener salud espiritual. La zarina le tenía especial afecto pues, además, lo consideraba como fiel representante del verdadero pueblo ruso: el campesinado.
Pero Rasputín, que con exageración gustaba del vino (en especial fortificado Madeira), la música gitana, los baños mixtos en aguas termales y el sexo, era a la vez santo y pecador.
Su lógica en materia religiosa era muy peculiar: “no hay nada que más alivio espiritual depare que un sincero arrepentimiento; pero para arrepentirse primero hay que pecar”.
Solicitud de favores. Con planteamientos como ese, y con la íntima amistad que cosechó con el zar y la zarina, llegó a dominar el ambiente social del imperio ruso. Hombres de empresa, militares, estudiantes y, sobre todo, muchas mujeres lo buscaban para, por su medio, obtener contratos con el gobierno, dinero para un hijo enfermo, becas, recomendaciones para una joven que busca empleo y ascensos para sus cónyuges.
Trabajador infatigable, en un día típico recibía entre 300 y 400 llamadas y visitas de gente pidiéndole favores y la mayoría de ellas eran bien atendidas. Su intensa actividad, que terminaba en alegres fiestas que iban hasta las 3 o 4 a. m. del día siguiente, era costosa y el equivalente a dos mil dólares de entonces que del gobierno recibía mensualmente, a pesar de que era ochenta veces el sueldo de un empleado de fábrica, no le era suficiente para cubrir todos los gastos en que incurría.
Para Rasputín el dinero no fue importante y, a pesar de que pudo, no llegó a amasar una fortuna. Pero el poder que, por intermedio de Alejandra, ejercía sobre Nicolás II, sí lo era. Y, además, si podía hacerlo mezclando el servicio con el placer, entonces mejor. “El convierte todo lo que hace en sagrado”, afirmaba la esposa de un reconocido coronel, una de sus muchas admiradoras y compañera ocasional de alcoba. Pero –le preguntaba un interlocutor– “¿qué piensa de eso su marido?”. “El sabe de mi relación y la considera como una gran felicidad”, fue su respuesta.
El fin. A mediados del diciembre juliano de 1916 (casi enero gregoriano de 1917), luego de que había ejercido importante influencia política por una docena de años, y por considerarlo la causa y no un síntoma de la decadencia del imperio ruso, Grigori Efimovich Rasputín fue asesinado por un sobrino del zar, el príncipe Yusopov, admirador de Oscar Wilde y quien disfrutaba vistiéndose con ropa de mujer. Su cuerpo fue lanzado por un agujero en el hielo del congelado río Neva.
La profecía de Rasputín a los zares –de que si él moría, o si lo abandonaban, perderían la corona en no más de seis meses– se cumplió casi al pie de la letra: en el marzo juliano de 1917 el imperio ruso, de la dinastía Romanov que por trescientos años había ostentado el poder, colapsó y en julio de 1918 la familia imperial fue ejecutada por los bolcheviques, en Ekaterimburgo.
El autor es economista.