NUEVA YORK – Siete años después de que entrara en erupción la crisis financiera mundial, la economía continuó dando traspiés durante el año 2015. Según el informe de las Naciones Unidas titulado Situación y perspectivas de la economía mundial 2016, la tasa promedio de crecimiento en los países desarrollados ha disminuido en más del 54% desde la crisis.
Se calcula que cerca de 44 millones de personas están desempleadas en los países desarrollados, aproximadamente 12 millones más que en el año 2007, mientras que la inflación ha alcanzado su nivel más bajo desde la crisis.
Aun de mayor preocupación es el hecho de que las tasas de crecimiento de los países avanzados, también, se han tornado más volátiles. Esto es sorprendente, ya que, en su posición de economías desarrolladas con cuentas de capital totalmente abiertas, estas naciones deberían haberse beneficiado de la libre circulación del capital y de la distribución internacional del riesgo y, por lo tanto, se debería experimentar poca volatilidad macroeconómica.
Además, las transferencias sociales, incluidas las prestaciones por desempleo, deberían haber permitido que los hogares estabilicen sus niveles de consumo.
Sin embargo, las políticas dominantes durante el período posterior a la crisis –el ajuste fiscal y la flexibilización cuantitativa (QE, por su significado en inglés), políticas implementadas por los principales bancos centrales– han ofrecido poco apoyo para estimular el consumo de los hogares, la inversión y el crecimiento. Por el contrario, han tendido a empeorar las cosas.
En EE. UU., la flexibilización cuantitativa no impulsó el consumo y la inversión porque, en parte, la mayor cuota de la liquidez adicional regresó a las arcas de los bancos centrales, en forma de excesos de reservas. La ley de flexibilización regulatoria de los servicios financieros del 2006 autorizó que la Reserva Federal (Fed) pague intereses sobre las reservas obligatorias y sobre las fondos en exceso, socavando, de esta manera, el objetivo clave de la QE.
De hecho, con el sector financiero de Estados Unidos al borde del colapso, la Ley de Estabilización Económica de Emergencia del 2008 adelantó en tres años la fecha de entrada en vigor del ofrecimiento de pago de intereses sobre reservas, estableciendo que se iniciaría el 1.° de octubre del 2008.
Como resultado, el exceso de fondos que se mantiene en la Fed se disparó, y pasó de un promedio de $200.000 millones durante el período 2000-2008 a $1,6 billones durante el período 2009-2015.
Las instituciones financieras optaron por mantener su dinero en la Fed en lugar de realizar préstamos a la economía real, ganando casi $30.000 millones –sin correr ningún riesgo en lo absoluto– durante los pasados cinco años.
Esto equivale a una generosa –y en gran medida oculta– subvención de la Fed al sector financiero. Y, como consecuencia de la subida de tasas de interés de la Fed el mes pasado, la subvención se incrementará en $13.000 millones este año.
Los incentivos perjudiciales son solamente una de las razones por las que no se materializaron muchos de los beneficios que se esperaba recibir como resultado de las bajas tasas de interés.
Dado que la QE logró mantener las tasas de interés cerca de cero durante casi siete años, se debería haber incentivado a que los gobiernos de los países desarrollados obtengan préstamos e inviertan en infraestructura, educación y sectores sociales.
El aumento de las transferencias sociales durante el período posterior a la crisis habría impulsado la demanda agregada y suavizado en alguna medida los patrones de consumo.
Por otra parte, el informe de la ONU muestra claramente que a lo largo de todo el mundo desarrollado, la inversión privada no creció como era de esperar, tomando en consideración las extremadamente bajas tasas de interés.
En 17 de las 20 mayores economías desarrolladas, el crecimiento de la inversión se mantuvo más bajo durante el periodo posterior al 2008 en comparación con el nivel alcanzado durante los años anteriores a la crisis; asimismo, cinco economías experimentaron una disminución de la inversión durante el periodo 2010-2015.
A escala mundial, los títulos valores emitidos por las corporaciones no financieras –que se supone que realizan inversiones fijas– aumentaron significativamente durante el mismo período.
De manera consistente con otra evidencia, esto implicaría que muchas corporaciones no financieras obtuvieron préstamos, aprovechando las bajas tasas de interés.
Sin embargo, en lugar de invertir, estas corporaciones utilizaron el dinero prestado para volver a comprar sus propias acciones o para adquirir otros activos financieros. Por lo tanto, la QE estimuló fuertes incrementos en el apalancamiento, la capitalización de mercado y la rentabilidad del sector financiero.
Sin embargo, dígase una vez más, nada de esto fue de mucha ayuda para la economía real. De manera clara, mantener las tasas de interés en un nivel cerca de cero no conduce necesariamente a niveles más altos de crédito o inversión.
Cuando a los bancos se les da la libertad de elegir, eligen ganancias libres de riesgo o incluso eligen la especulación financiera en lugar de realizar préstamos que apoyarían el objetivo más amplio de crecimiento económico.
Por el contrario, cuando el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional prestan dinero barato a los países en desarrollo, se imponen condiciones a estos en relación con lo que ellos pueden hacer con dicho dinero. Para tener el efecto deseado, la QE debería haber estado acompañada no solo por esfuerzos oficiales por restablecer los deteriorados canales de préstamos (especialmente aquellos que dirigen fondos a las pequeñas y medianas empresas), sino también por objetivos específicos de otorgamiento de créditos para los bancos.
En vez de fomentar efectivamente a que los bancos no presten, la Fed debería haber penalizado a los bancos por mantener excesos de reservas.
Si bien las tasas de interés extremadamente bajas produjeron pocos beneficios para los países desarrollados, dichos tipos impusieron costos significativos a las economías de los mercados en desarrollo y emergentes.
Una consecuencia no intencionada, pero no inesperada, de la flexibilización monetaria ha sido los fuertes aumentos en los flujos de capital transfronterizos. El total de entradas de capital a los países en desarrollo aumentó desde alrededor de $20.000 millones en el año 2008 a más de $600.000 millones en el 2010.
En dicho momento, muchos mercados emergentes tuvieron dificultades para manejar el aumento repentino de flujos de capital. Muy poco de ese flujo se dirigió a la inversión fija.
De hecho, el crecimiento de la inversión en los países en desarrollo se redujo significativamente durante el período posterior a la crisis.
En este año se espera que los países en desarrollo, en su conjunto, registren su primera salida neta de capital desde el año 2006, que se prevé que alcance un total de $615.000 millones.
Ni la política monetaria, ni el sector financiero están haciendo lo que tienen que hacer. Parece ser que la inundación de liquidez se ha dirigido de manera desproporcionada hacia crear riqueza financiera e inflar burbujas de activos, en lugar de ir a fortalecer la economía real.
A pesar de las fuertes caídas de los precios de las acciones, la capitalización de mercado como porcentaje del PIB mundial sigue siendo alta. El riesgo de una nueva crisis financiera no puede ser ignorado.
Hay otras políticas que mantienen la promesa de restaurar el crecimiento sostenible e integrador. Estas políticas comienzan con la reinvención de reglas para la economía de mercado con el propósito de garantizar una mayor igualdad, más pensamiento a largo plazo y la aplicación de controles al mercado financiero mediante una regulación eficaz y estructuras de incentivos que sean apropiadas. Pero también se necesitará un gran aumento de la inversión pública en infraestructura, educación y tecnología.
Estos incrementos tendrán que ser financiados, al menos en parte, por la imposición de impuestos ambientales, incluidos impuestos al carbono y al monopolio, así como tributos a otras rentas, que se han tornado en omnipresentes en la economía de mercado y que contribuyen enormemente a la desigualdad y al crecimiento lento.
Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor universitario de la Universidad de Columbia y economista en jefe de la Institución Roosevelt.
Hamid Rashid es jefe de la Unidad de Monitoreo Económico Global en el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas. © Project Syndicate 1995–2016