Mi intención al escribir este artículo no es un ataque a las personas que laboran en la función pública. Por el contrario, el objetivo es más ambicioso y abarca un trozo mucho más incómodo de la realidad costarricense.
Es discutir cómo dos vicios, uno cultural y otro sistémico, afectan la productividad y capacidad del país para promoverse a una mejor posición internacional.
No resaltaré las bondades del ser costarricense, puesto que hacerlo es repetir la patológica conducta tica de aplicar anestesia local: cuando algo nos disgusta, decimos lo bueno y lo malo, tratando de que se equilibren.
Este no será el caso. Además, no partiré de que lo mejor del país es su gente, pero sí partiré de que un cambio cultural en ella la convierte en el recurso más importante para la transformación que Costa Rica necesita con urgencia.
Relación incompetencia-individualismo. Un vicio detestable de la cultura costarricense en general es favorecer la creencia de que engañar los sistemas y saltarse reglas para beneficio personal es señal de inteligencia, independiente de si estas son razonables o no. Peor es creer que aun cuando alguien incumple sus deberes ciudadanos aún retiene todos sus derechos en el sistema.
Está claro que existen algunos derechos fundamentales del ser humano, pero para el resto deben existir mecanismos de compensación. No hay almuerzo gratis en el universo, y menos en Costa Rica. Por el contrario, ser inteligente significa tomar decisiones para que en el futuro exista una cantidad igual o mayor de oportunidades que en el presente, y, dado que somos seres sociales, dependemos del bienestar de los demás y de ser justos en el uso de recursos para crearlas.
Por otra parte, la incapacidad del Estado tiene un origen histórico en la tradición legalista, una tara hereditaria donde cumplir la letra de la ley minuciosamente es siempre más importante que hacer ingeniería constante en ella y colocarla al servicio del país.
El fin que dirige el diseño de procesos no es la eficiencia sino su validez legal. Ambos objetivos son radicalmente distintos en propósito, pero pueden trabajar juntos, y existen países en donde esto ya está resuelto, por ejemplo, Estonia.
Un mayor número de regulaciones resulta en menos eficiencia, mas no necesariamente en mayor seguridad jurídica. El caso costarricense puede verse como una carrera armamentista: mientras el Estado se protege de posibles intrusiones con más normas, la ciudadanía encuentra formas para saltárselas por motivos justos o injustos.
¿Cuál es una posible solución? La corrupción más importante se esconde en las tareas más cotidianas, más pequeñas y más frecuentes. Tanto su forma directa a través de sobornos o tráfico de influencias como en la franca pérdida de tiempo, estas conductas horadan el erario cual manzana devorada por orugas.
Al menos una quinta parte de los servicios estatales hacia la ciudadanía pueden digitalizarse para no necesitar intervención humana, solo conectando con algún nivel de buena ingeniería las fuentes de datos correctas y con mecanismos tales como el sello electrónico y la firma digital. Existen algunos argumentos pobres en contra de la firma digital en el país, basados en el costo de su adquisición, pero pueden ser fácilmente refutados al contrastarlos con el precio por pagar: disminución de la competitividad. Del mismo modo, el Estado no debe cobrarle al mismo Estado el acceso a los datos de ciudadanos, pues crea una inflación innecesaria y, sobre todo, absurda en los presupuestos tecnológicos.
¿Significa esto despedir personal estatal? No necesariamente, puesto que hay más problemas importantes por resolver que personas en la función pública, y esto puede motivar a tener una fuerza laboral más competente y mejor formada.
Pero quien no se adapte a este esquema sí deberá buscar su futuro en otra parte, pues el Estado no es una fuente de beneficencia individual sino de bienestar colectivo.
El autor es investigador.