La fe occidental en el progreso parece ir marchitándose. Avanza el pesimismo. Se dice que progresistas y conservadores tienen una visión compartida acerca de que la humanidad va hacia un pronóstico peor. La precariedad, incertidumbre y aumento del costo de vida son una constante noticia.
Existe, asimismo, una sensación de que el cambio social está erosionando valores esenciales. El periodista Héctor García Barnés, autor de Futurofobia, cree que el miedo al futuro carente de expectativas es el rasgo que define a los millennials y, posiblemente, a los zeta.
El último Informe sobre desarrollo humano de las Naciones Unidas habla de un escenario de “incertidumbres crónicas” sin precedentes. Por su parte, el Pew Research Center reveló el pasado agosto que el 70% de los adultos encuestados en 19 países (casi todos de renta alta) piensan que la próxima generación estará en peor situación económica que la suya.
Más allá del debate económico, los expertos se cuestionan qué patrones y reglas de juego están fallando. Pareciera ser el sistema individualista, ajeno a todo sentido de copertenencia. Un sistema donde la mirada está puesta en el beneficio. Un culto al ritmo de producción.
Entre los factores se enlistan la expansión de modelos de consumo acelerado, un estresante ritmo de vida que lleva a restar tiempo al cuidado familiar y al descanso, y un asentamiento cada vez más presente de las tecnologías digitales en casi todos los ámbitos de nuestra vida.
La cultura del descarte y no la del cuidado, la obsesión por la rentabilidad inmediata y las decisiones políticas que no reparan en cómo afectarán a las generaciones futuras se traduce en un desvío egotista que tiene un gran precio social.
¿Progreso o retroceso? Podríamos preguntarnos qué bienes y fines nos unen. ¿Fines individuales o colectivos? ¿Es la maximización de utilidades y una mentalidad utilitaria lo que identificamos con la felicidad?
Realidades humanas
No olvidemos que la mayoría de los bienes más significativos, empezando por la felicidad, son intangibles. Son realidades humanas espirituales. La ética, que se mueve en el terreno de los fines, y no de los medios, lo conoce muy bien.
Bienes son la excelencia personal, el espíritu de servicio y no de servirse, el actuar por principios, el afán de aprender, el trabajar por valores, el producir resultados y credibilidad, la integridad para ser coherentes, la voluntad permanente de hacer el bien, la alegría de vivir, la solidaridad que es el compromiso con el bien común, la educación y la libertad, la aspiración a la plenitud.
Deberíamos plantearnos el regreso a una filosofía de vida que nos invite a cambiar el deseo de consumir por la aspiración a vivir con más sentido, a dejar de ser consumidores y usuarios para ser ciudadanos que tengan visión del futuro. “El futuro no está en ninguna parte: hay que construirlo desde el presente”, afirma el economista Jacques Attali. Debemos actuar proactivamente, anticipándonos a los cambios. Mejor aún, produciéndolos.
El progreso social depende de la familia. Investigaciones subrayan la necesidad de compaginar, de equilibrar el tiempo que se dedica a producir y consumir con el tiempo para el cuidado familiar y el descanso.
Una mejor vida para todos
Somos seres familiares, no “unidades de producción autónomas”. El progreso social precisa políticas en ámbitos como fiscalidad, organización laboral, transporte y urbanismo que faciliten la vida de las familias. En su libro ¿Te va a sustituir un algoritmo?, Lucía Velasco destaca cuatro realidades que generan fuertes corrientes de cambio, “megafuerzas” de cara a la organización y mentalidad del mercado laboral: el envejecimiento de la población, la digitalización, la desglobalización y la descarbonización.
Señala que las leyes deben dignificar las condiciones laborales de quienes trabajan. “El propósito del sistema no es ser más productivo para tener más beneficios, sino que cada vez las personas, todas, vivan mejor y progresen”, agrega Velasco.
Aristóteles insistía en que “la vida es acción, no producción”: praxis, no poiesis. Lo que hacemos nos moldea. Al actuar no solo hacemos cosas, sino también tomamos forma como seres humanos. De ahí la importancia de la virtud (areté).
Este filósofo relaciona la palabra griega eudaimonia, compuesta de eu (bueno) y daimon (espíritu o vida) con la felicidad, sinónimo de una vida buena, de una vida lograda, de un “florecimiento humano”.
La época actual parece replantearse la idea del progreso en ámbitos como la economía, el bienestar, la familia, el trabajo y la tecnología. El progreso exige parar para reflexionar. Quizás detenernos para conservar y no descartar lo esencial, porque también el progreso tiene un carácter espiritual.
La autora es administradora de negocios.