Los niveles de endeudamiento en el país se han convertido en un problema de especial observación. Hace pocos días conocimos la realidad del gremio educativo, cuyos niveles de liquidez son bajos, producto del pago de sus préstamos. En el 2017, la Superintendencia General de Entidades Financieras (Sugef) señaló que 1,2 millones de personas están endeudadas con un promedio de 5 créditos y un saldo de ¢12 millones cada una.
El Ministerio de Economía, Industria y Comercio también alertó sobre el crecimiento del endeudamiento, especialmente con tarjetas de crédito, el cual se ha duplicado desde el 2010; pasamos de tener 1.326.754 tarjetas de crédito a 2.744.145 en el 2018, lo cual representa ¢1,2 billones.
El creciente acceso al crédito formal (entidades supervisadas por la Sugef) y el informal (prestamistas, casas de préstamos, almacenes de línea blanca, etc.) se ha extendido a niveles tan altos que, en muchas ocasiones, el endeudamiento cubre más del 70 % del ingreso de una persona o familia.
Es un fenómeno mundial, pues el mercado financiero ha concentrado una gran parte del capital a partir de un proceso de mundialización; la década de los setenta da paso a una nueva era financiera, promovida por importantes políticas de liberalización, desregulación y privatización.
“Gobiernos de empresa”. Los Estados, convertidos muchas veces en los “gobiernos de empresa”, han facilitado condiciones para el desarrollo de los capitales financieros con deficiencias y retos en materia de regulación; un ejemplo de ello son las tarjetas de crédito. En este momento no existe un límite de intereses: el 71 % de estos oscilan entre el 40 % y el 50 %; montos preocupantes.
Por un lado, existe una amplia gama de facilidades y opciones para acceder a créditos que imperan en un mercado cada vez más competitivo, abierto y flexible; por otro lado, en relación con los ingresos y las condiciones de vida, asistimos a un aumento del costo de vida, además de flexibilidad y precariedad del empleo y una tasa de desempleo que, desde el 2014, viene en crecimiento, la cual supera el 9 % (INEC, 2017).
El acceso al crédito se ha convertido en un popular mecanismo facilitador de consumo, tanto de bienes como de servicios, ya sea por no contar con el dinero para abastecer las necesidades básicas, o bien, como una forma de calzar dentro de las expectativas de nuestra ciudadanía de consumo.
Si bien el crédito permite, en teoría, un crecimiento económico al posibilitar la movilización de recursos entre ahorrantes e inversionistas, así como aumentar el consumo y distribuir el pago en el tiempo, con recursos extraordinarios utilizados en el presente y pagaderos en el futuro, parece que la ecuación está fallando en algo.
Pagos obligatorios. Dentro de los presupuestos personales y familiares, el pago de deudas es parte de la “canasta básica”. Si el número de hogares que presentan deudas es alto y supera el nivel de endeudamiento considerado como saludable (inferior al 30 % de los ingresos), aparecen escenarios de sobreendeudamiento, lo cual hace imposible abastecer simultáneamente las necesidades básicas y el pago de deudas.
Consecuentemente, el déficit económico o la necesidad de contar con bienes y servicios que superen el disponible, evidencia economías en apuros, vulnerables y riesgosas, incluso a punto de caer en empobrecimiento; si la situación persiste y se torna incontrolable, es posible que presenciemos ahogo financiero y quiebra, lo cual podría, finalmente, afectar al sistema financiero completo y generar una crisis.
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Es preciso un monitoreo sistemático del escenario financiero para conocer con mayor profundidad esta situación y determinar sus efectos. Resulta urgente plantear de manera coordinada medidas de acompañamiento, tanto en el ámbito preventivo como de la atención directa dirigida a personas con elevados problemas de endeudamiento, pues este último es uno de los principales enemigos de la estabilidad financiera de las economías personales y familiares.
La autora es trabajadora social.