Aunque sabemos que el fenómeno de la corrupción es de vieja data, en este momento de nuestra historia, estamos sintiendo cierto grado de incertidumbre ciudadana provocada por los problemas recientes debido al supuesto mal uso o abuso del poder público para beneficio personal y privado.
Esta inseguridad induce a tener sentimientos de duda e indignación, porque algunas personas ya no saben en cuáles instituciones confiar y perciben distintos grados de ofensa hacia nuestra democracia.
Entonces, optan, siguiendo la prudencia de un pueblo civilizado, por utilizar con cierta frecuencia las palabras ética y moral para referirse, en términos generales, a las maneras malas (inmorales) o buenas (morales) del actuar de quienes laboran en las instituciones públicas y empresas privadas.
Cuando nos referimos a la moral, lo que pretendemos decir es que existen unas normas de acción aceptadas como buenas, y las conocemos escritas por medio de leyes y decretos, así como habladas, cuando son costumbres, y bíblicas o canónicas, cuando son religiosas. También conocemos aquellas acciones que están prohibidas, es decir, es bueno no hacer daño a los otros.
Aludiendo a la ética, me interesa reflexionar sobre las causas que hacen de las normas morales y las prohibiciones de conductas acciones humanas correctas, en otras palabras, debemos justificar por qué esas normas son aceptables para nuestra sociedad y se deben hacer, pero, al justificarlas, el resultado del análisis debería tener la fuerza suficiente para soportar la mayor cantidad de críticas posibles.
Incluso, podríamos plantearnos la oportunidad de que soporte todas las críticas; sin embargo, tal intención es un ideal por alcanzar, porque no siempre se cristaliza, ni tenemos que ponerlo en condición de necesidad para emitir criterio ético.
Este análisis de la norma moral (ética) puede tener como base para su estudio las buenas prácticas sociales convertidas en valores morales, los dogmas religiosos, las leyes y los convenios de orden superior, los principios y las teorías filosóficas aceptados como correctos en la conducta de los sujetos jurídicos (personas, empresas y Estado) que conforman el mundo occidental, como son las teorías deontológicas, las teorías consecuencialistas —con todos los principios que se desprenden de esta—, la teoría de fines, la ética del cuidado, la ética principialista, la ética ambiental, los derechos humanos y los principios de precaución, prevención, sostenibilidad, equidad, etc.
La lista es tan larga como ha sido la civilización humana, pero el uso de tales ideas en el proceso de justificación requiere un elemento fundamental, que es la deliberación.
El deliberativo es cuando incluimos nuevas formas de mirar el mundo que nos rodea y crear nuevos principios de acción que se ajusten mejor al momento. De no ser así, no alcanzaríamos algún grado de autonomía ni moral ni ética. Dicho de otra manera, no se trata de copiar y pegar ideas, sino de hacer un coctel de opiniones del que resulten nuevos valores morales y éticos, o por lo menos nuevas escalas de valores morales.
Además, en este proceso del estudio de la conducta humana existe un campo de acción que se sale de nuestra vida cotidiana y entra en el ejercicio del profesional en Filosofía, y es la metaética, que pretende emitir juicios de valor sobre los juicios éticos que se han empleado para justificar las normas morales o para no justificarlas o para crear nuevas escalas de valores.
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Es una secuencia lógica en forma lineal que pretende llegar a confirmar una idea, de tal manera que su significado no sea circular, es decir, sin redundancia, sino más bien con sentido de un comienzo con final.
Nos cuesta participar porque entran tantos factores en el análisis que la dirección del razonamiento se ve influido por una red de elementos que podrían llegar a formar un analema, un círculo o una elipse, sin conclusión. Entonces, nos quedamos trabados en la pregunta que da título a este artículo: ¿Por qué no hemos resuelto el problema de la corrupción?
El autor es bioeticista.
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El caso Cochinilla reveló una supuesta red de corrupción en la que estarían involucrados funcionarios del Conavi y los dueños de las empresas H. Solís y Meco. (Rafael Pacheco Granados)