Escribir sobre política no es fácil, el tema se presta para la divergencia y la polémica; enciende las pasiones, solivianta los ánimos; no obstante, desde hace algunas semanas, tengo algunas inquietudes en esta materia, las cuales deseo compartir con quienes tengan la paciencia de leer estas líneas, pues me parecen trascendentes para nuestra vida democrática.
En mi sentir, el pueblo costarricense tiene afinidades con el griego del siglo quinto antes de Cristo, específicamente con el pueblo ateniense, por supuesto, guardando las distancias porque el griego de aquellas lejanas épocas era el más inteligente del mundo.
Fue el período de los genios de la filosofía, como Sócrates, Platón y Aristóteles, y de un sinnúmero de sabios en muchas disciplinas.
Al hablar de similitudes, me refiero específicamente a nuestra vocación democrática. Esa vocación, en nosotros, es una fuerza biológica y psicológica, la llevamos en el torrente sanguíneo. Esto lo hemos demostrado a lo largo de muchísimos años, casi desde que nos llegó, a lomo de caballo, en la alforja del jinete y desde Guatemala, la noticia de nuestra independencia.
La democracia y el amor por la paz constituyen nuestro más preciado patrimonio, los llevamos como la resina del ámbar, encapsulados en el alma.
En el ejercicio democrático, tenemos dos pasiones bien definidas: la política y el futbol. Basta con salir a la calle y entablar un diálogo con el vecino más cercano; brotan, casi por generación espontánea, esos dos temas. El tico es también lo que Aristóteles llamó zôon politikón, un animal político.
Imagen de los políticos. En nuestro país, como es del conocimiento de la mayoría, a pesar de nuestra afición por la política, quienes se dedican a ella no gozan de buena imagen, invariablemente tienen seguidores y detractores, perdón, adversarios.
Este fenómeno sucede porque hemos satanizado esa noble actividad. Observamos frecuentemente que apenas una persona muestra interés en participar activamente en la política, le surgen aguerridos enemigos, de todos los ámbitos, incluso de su propio partido, gratuitos enemigos y enemigas y, las más de las veces, no tan gratuitos, sino con ambiciones en ese campo.
En ese orden de ideas, está claro que también los propios políticos de ambos sexos han colaborado a sembrar una mala imagen ante la sociedad, cuando, obnubilados por la ambición, se expresan mal del otro, a fin de destruir su imagen y, dolorosamente, también se da en el Poder Judicial, en los concursos de puestos claves y en nombramientos por magistraturas que debe realizar la Asamblea Legislativa.
Esos enemigos crean falsas especies, algunas veces difamatorias, para destruir a sus rivales, falsas especies que en la mayor parte de las ocasiones solo existen en la mente de los detractores.
Esto no es nuevo, se ha dado reiteradamente a lo largo de nuestra historia, que registra hechos que nos afligen, como le sucedió a nuestro héroe nacional Juan Rafael Mora, a quien políticos ambiciosos le dieron un ominoso golpe de Estado y lo expulsaron hacia El Salvador.
No contentos con eso, cuando el héroe retornó al terruño, ordenaron su fusilamiento en la ciudad de Puntarenas. Allí, también, corrió la misma suerte, pocos días después, el también héroe nacional general José María Cañas.
La memoria histórica de nuestro pueblo no olvidará jamás esas actuaciones abominables, tanto que, cuando rememoramos esos acontecimientos, nos siguen causando profunda tristeza.
La única explicación que podemos encontrar a la pregunta de cuál es la causa de que en la política sucedan estos hechos que nos apenan es la de que en ese ámbito, invariablemente, se da una lucha por el poder, que al igual que los cantos de las sirenas, que trataban de subyugar a Odiseo en su viaje por mares ignotos, hacen aflorar frecuentemente en algunas personas las más bajas pasiones: el egoísmo, la envidia, la intriga, la maledicencia, el cinismo y otros vicios, como la violencia verbal.
Política y corrupción. Frecuentemente, en todos los medios, sobre todo televisivos y en las redes sociales, vemos personas manifestar con ligereza que los políticos son corruptos. Esta afirmación genérica es una falacia y molesta escucharla.
No es cierto que los políticos sean corruptos; no se debe generalizar solo porque algunos de ellos, una exigua minoría, hayan cometido algún acto de falta de probidad.
Esto, sin lugar a dudas, es una secuela, una huella, que dejaron en la memoria colectiva los casos Caja-Fischel e ICE-Alcatel; este último agravado por los errores cometidos por el Ministerio Público, entre otros, por el uso en el proceso de la repugnante figura jurídica del testigo de la corona, con lo que se premió a una persona que había cometido gravísimos actos de corrupción a cambio de una declaración en el juicio.
Corrupción en muchos ámbitos. Sabemos muy bien, que el fenómeno de la corrupción está presente en todas las sociedades, en todos los países. Ha acompañado al ser humano desde el amanecer de la historia. Existe en todos los sectores: en la empresa privada, en las profesiones liberales, sindicatos, gremios, cámaras, pero no se debe generalizar. Afirmar que todos son corruptos, sería un grave error.
Esa desafortunada y repetida expresión le ha producido un grave daño al país. El precio que hemos pagado por esa falaz afirmación, que se reitera todos los días, ha sido muy alto. Me atrevo a afirmar que muchas personas, con significativos valores académicos y éticos, han optado por no participar activamente en la actividad política ante el temor de ser víctimas del desprestigio y por el miedo a la maledicencia.
Hemos perdido valiosos líderes, por cierto hoy muy escasos, quienes han preferido dedicarse a otras actividades, y esto puede explicar su ausencia en este campo.
Ante la importancia que representa para el país la política, debemos cambiar esa imagen por el bien de la patria. Así nuestra democracia será más fuerte y plena, y los jóvenes sentirán orgullo en participar en ella activamente.
Si lo logramos, vamos a tener buenos políticos, mejores partidos políticos, una política óptima y un mejor país.
El autor es abogado.