No hay que abundar en el terrible congestionamiento vial que, día a día, viven casi todas las ciudades del país. Lo más angustiante es que no se ve ningún esfuerzo claro por diseñar un plan a mediano plazo para empezar a resolver el problema.
Aparte de las obras en proceso, planeadas y hasta financiadas desde hace muchos años, no hay nada nuevo en el horizonte. Es cierto que se necesitan grandes obras, pero hay pequeñas acciones, a corto plazo y no tan caras, que pueden ayudar: eliminar tapones, construir y ampliar pequeños puentes y eliminar embudos en las carreteras, sobre todo, en las rutas 1 y 27.
Rodolfo Piza menciona 100 puntos que deben ser intervenidos con urgencia para facilitar el tránsito. Deberían tomarse en cuenta.
Pero el problema no es solo infraestructura. Hay medidas sumamente urgentes que deberían estar en proceso de ejecución. Una de ellas, la reorganización del transporte público (autobuses), incluida la sectorización, para ordenar su circulación, reducir el número de unidades que ingresan a las ciudades y aumentar su ocupación (y con ello, reducir las tarifas).
Esto trae dos enormes ventajas. Por un lado, reduce el número de buses que circulan, desordenadamente, por todo lado. Y la otra, que un buen servicio de transporte público estimularía a los ciudadanos a dejar sus vehículos en las casas.
Atraso. Pero cuando creíamos que las cosas podrían empezar a caminar, para nuestra mayor decepción, La Nación, en su edición del 4 de octubre, nos echa un balde de agua fría: “MOPT vuelve a cero con plan para ordenar rutas de autobús”.
Ahora se dice que se van a hacer nuevos estudios (sin importar los millones que se han botado en los anteriores, simplemente porque no son del agrado de los interesados). Y peor que eso, en el anuncio se desliza que ahora los estudios van a incluir no solo la sectorización, sino, de paso, se va a calcular la demanda de cada ruta (¿cómo ha hecho el CTP para diseñar las que están en operación?) y hasta el pago electrónico.
El peligro es que cada empresa de autobuses implante un sistema cerrado que no permita generar información útil para la planificación de rutas y unidades y el cálculo de tarifas. Pero lo más grave, es que se anuncia que los resultados no estarán antes de finales del 2017 (cuando ya el gobierno está por salir).
Esta es una estrategia bien conocida, al menos durante los últimos veinte años, implementada por quienes se oponen a toda reforma, pues el caos les beneficia.
Consiste, simplemente, en ir dándole “pataditas a la bola” para que las cosas nunca se hagan, y que, al llegar una nueva administración, se “mande la bola al centro”. Intuimos lo que pasará: a la nueva administración que asuma en el 2018 no le gustarán los estudios y se ordenarán otros, y así, hasta las calendas griegas.
No habrá reorganización, sectorización, pago electrónico centralizado e integrado y, menos, se aplicará la nueva metodología tarifaria.
Argucias. La aprobación de un modelo para la fijación de tarifas de autobús pasó por este calvario. Con mil argucias, el proceso se alargó por seis años, aunque finalmente, después de seis intentos, logró ser aprobado, en marzo pasado.
Pero la estrategia continúa rampante. Solo se ha aplicado a una sola ruta, pero aún no se fija la tarifa. Menos se hará a las 50 rutas que se prometió para fin de año, y es utópico que se haga una fijación de oficio nacional.
La justificación de que el CTP no tiene las demandas es una falacia, de lo contrario, las empresas estarían operando en la ilegalidad. Basta con hacer el cálculo a la inversa, utilizando la ocupación media. Y si no lo hace el CTP, la Aresep puede utilizar el supuesto del 100% de ocupación para obligar a las empresas a correr.
Mientras tanto, a la gente más pobre se le sigue quitando, día a día, una porción significativa de su ingreso que va a un grupo no precisamente de pobres, especialmente a un pequeño conglomerado.
Solo a modo de un conservador ejemplo: si se movilizaran dos millones diarios de pasajeros, si la tarifa media es de ¢400 y se supone un exceso en la tarifa del 20%, eso significa que los pobres están pagando de más, cada año, unos ¢58.400 millones en los pasajes (casi 9.000 bonos de vivienda en un solo año).
Es un crimen de lesa humanidad. Una suma, por mucho, más alta que cualquier escándalo de corrupción de los últimos años.
Sin embargo, hay una luz de esperanza. El presidente ha dicho (si creemos a Facebook ) que “corrupto no es solo aquel quien se lleva dinero a la bolsa, sino también quien pudiendo hacer bien las cosas, las hace mal”.
Aquí hay un claro ejemplo en donde eso se aplica. Lo que procede es hacer una fijación nacional de oficio para detener la exacción y poner en práctica, de inmediato, la sectorización.
Por eso no hay más salida que la que proponen Silvia Saborío (“Transporte público: tragedia en dos actos”, La Nación, 31/8/2016) y la diputada Marcela Guerrero: aprovechar que actualmente todas las rutas operan con permisos en precario para revocarlos, nombrar una junta interventora que ordene y rediseñe el sistema de acuerdo con parámetros modernos y estándares internacionales. Luego se verá qué se hace. Esa es una excelente sugerencia que debe ser considerada seriamente.
El autor es ex regulador general.