Si pudiera salir de este juego, diría «parada, por favor» y me bajaría en la próxima. Me despediría con un «no pongo ni un cinco más», saldría huyendo y, sí, que vean ellos cómo sobreviven por su cuenta.
Fantasear es lo único que me queda. Mejor dicho, que nos queda a los ciudadanos que no estamos en la argolla de privilegios pagados con dinero público, con el cual se ha armado un imparable fiestón a lo largo de siete décadas.
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A los que pagamos y vemos la parranda desde lejos solo nos queda derecho al berreo. Reclamar públicamente es el único recurso, por ejemplo, contra las pensiones de lujo que funcionarios que ejercieron hasta 75 años atrás les heredaron a hijos e hijas para toda la vida. ¿Qué aportaron esos legatarios al país? Nada. Solo más carga.
Tan pesado es ese lastre que una mujer de 66 años, con todas sus facultades y con mucha vida por delante, recibe desde los 42 años una pensión, hoy de ¢7,9 millones, que le traspasó la madre, diputada que ocupó la curul solo cuatro años (1974-1978). Sí, solo queda berrear porque los magistrados de la Sala Constitucional les validaron a ella y a otros 65 herederos el derecho de ser mantenidos por el pueblo hasta el fin de sus días.
Es inconcebible, también, que en pleno 2021 haya quienes reclamen pensiones de los regímenes de gracia, creado hace 86 años, y de guerra, de hace 66. ¿Cómo entender que todavía se paga a 1.651 jubilados de gracia y 2.328 de guerra que solo este año costarán ¢6.500 millones? Sucede lo mismo: el derecho se pasa de mano en mano y también de por vida.
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La culpa es de los diputados. Tienen un proyecto de ley para cerrar puertas a nuevos beneficiarios; sin embargo, rehúsan tramitarlo, pese a que todos los días se llenan la boca hablando de austeridad. No hacen falta estudios. Lo dice la lógica y lo reafirma Priscilla Gutiérrez, directora nacional de pensiones: «Esos sistemas no tienen ya razón de ser».
Ante diputados, ante magistrados, solo nos queda reclamar todos los días sus excusas, su inacción y su validación de derechos a una minoría que vive a costa del dinero público sin que los contribuyentes, la mayoría, tengamos derecho de parar la parranda.
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