Casi excluida de nuestro vocabulario por esa tendencia moderna de hacer del superhombre nietzscheano el modelo predilecto del ser humano, la humildad no parece ser para la gran mayoría de la población una virtud deseada. El orgullo y la arrogancia, por el contrario, son parte casi natural de un comportamiento inconscientemente asumido, promovido por la imagen publicitaria del “éxito” personal.
Quien logra aquello que es considerado un notable ascenso social puede, sin vergüenza, pavonearse de sentirse superior: este comportamiento no solo se espera, sino que también es una obligación, es parte de la imagen social promovida por el statu quo. Todo esto es funcional a una sociedad que promueve el uso y consumo egoísta de los bienes, y la soberanía absoluta de la individualidad. Como consecuencia, las personas que buscan desesperadamente un motivo para satisfacer su propio ego, viven lo político (es decir, la acción en el ámbito público) como un espacio de conquista personal, o bien son indiferentes a él cuando no pone en riesgo su propio bienestar.
Justicia y humildad. El viejo proverbio acerca de la justicia, que nos invita a no buscar la venganza y la destrucción del otro, sino a dejar que la verdad acerca de lo justo o injusto brille en el discurrir del tiempo y en el desarrollo de las relaciones humanas, tiene un complemento: solo quien es humilde es un agente de cambio en la historia. La simplicidad del que se sabe débil y necesitado hace que nuestra comprensión de las cosas sea equilibrada, razonable y transformadora. El humilde, por eso, es el más grande enemigo de un statu quo egoísta y violento, ya que es el único que tiene el coraje necesario para abrirse al riesgo de construir la fraternidad y apostar la vida por la libertad que conlleva considerarse hermanado a los otros.
La vida puede ser entendida y vivida de dos maneras: o como un espacio que puede ser utilizado para alcanzar los propios intereses, o como un lugar de encuentro, una oportunidad para compartir y trabajar hacia el bien común. El orgullo del exitoso produce y permite la permanencia de la injusticia, la exclusión y la marginalidad, pues el éxito tiene que ser mostrado, mantenido y poseído. Al exitoso no se le permite el altruismo que no sea usado como publicidad mediática, mucho menos la desapropiación voluntaria. La humildad, en cambio, nos empuja a salir de nosotros mismos y a renunciar a lo que es superfluo y a la mera manifestación del deseo caprichoso.
Eso quiere decir que la justicia y la humildad se implican como cosas necesarias e indispensables para que se pueda transformar la sociedad en un lugar más humano y armónico.
Necesidad de cambio. No hay duda de que tenemos una gran necesidad de cambio. Nuestro país padece muchas desigualdades escandalosas y la pobreza azota de manera continua a muchas familias. La violencia crece y nos atemoriza, la inoperancia de las tareas más básicas para el bien de todos nos abruma. Mientras tanto, seguimos añorando o viviendo (según se haya alcanzado el pretendido “éxito”) esa situación en la que nos podamos pavonear ante los demás, sea por lo que vestimos, por la manera en que podemos dirigimos a los otros o por los círculos cerrados que frecuentamos. El orgullo nos aparta del sufriente, del pobre, del enfermo y del anciano. Se trata de una violencia simbólica que mina nuestra humanidad y que nos divide infinitamente en mónadas cerradas de indiferencia y frialdad.
La urgencia del cambio es un grito de auxilio para que rescatemos lo único que nos puede salvar: la humildad. El orgulloso no siente la necesidad de tener hermanos, iguales y compañeros. Solo se ve a sí mismo y se convierte en una máquina de exigencias egoístas infantiles.
Por ello, el orgulloso entra en la política con el afán de tener poder para servirse de él, aunque, en campaña, se use el timo ideológico de la preocupación por la nación.
Aprendizaje y diálogo. La humildad nos sirve como una escuela porque es en lo simple de la vida cotidiana donde se aprende a servir, a ser gentil con todas las personas, a no pretenderse mejor que otros. El humilde aprende de todos y dialoga con todos, se convierte a sí mismo cuando el contacto con los demás le demuestra sus falencias, y huye de la tentación del poder para concentrarse en hacer el bien a los que tiene al lado, sea quien fuere.
Nos hace falta humildad en las calles para colaborar con los que por allí transitan. La echamos de menos en el trabajo, para que no se pisotee la dignidad de quienes cooperan en la producción y desarrollo del país, que deben estar al servicio del bien colectivo y no solo ser fuente de ganancias privadas sin responsabilidad social.
Nos urge humildad en la educación, para que podamos discernir y aprender cómo ser auténticos ciudadanos. La necesitamos en el mundo de las finanzas, porque este sector social está envuelto, a veces, en la arrogancia de la ganancia ilimitada y carece de un compromiso decidido para erradicar la injusticia. Y ni que decir de la imperiosa necesidad de la humildad en las grandes esferas de poder, pues muchos de los que ahí se encuentran se han olvidado de que el mundo es un lugar para la vida de todos, no solo de unos cuantos. Pero, sobre todo, apremia en nuestra alma para pensar con rectitud y con equidad.
Le democracia, sin la humildad, es solo lucha de poder, de desencuentros ideológicos, de combates palaciegos y búsqueda de privilegios. Sin la humildad, el voto se vuelve rito vacío y fachada embellecida de la corrupción, por más alardes que se hagan de rectitud moral o ética. Necesitamos volver a ser humildes para recobrar nuestra humanidad y el sentido de ser una nación.