No importa cuál sea esa figura, pero no deja de sorprender y alentar. Dos parejas gais se han atrevido a romper la cárcel de la invisibilidad y reclamar públicamente su derecho, plenamente justificado, a tener un matrimonio por la vía civil. Son jóvenes, además. Y, como tales, valientes, decididos y arriesgados al desafiar el tabú creado por morales antihumanas y aceptado durante siglos por legislaciones hechas a la medida de quienes siempre se han apostado como francotiradores contra todo lo que sea salirse de la estrecha gama con que perciben la riqueza y las posibilidades ilimitadas de la naturaleza humana.
¿Están presentando su reclamo ante un tribunal eclesiástico regido por una autoridad vertical apoyada en mandatos realmente o en apariencia inspirados por una deidad inapelable? ¿Se están atropellando o disminuyendo supuestos bienes morales sobre los que algún estamento clerical ostenta un monopolio apreciable, aunque no por ello incuestionable dentro de un Estado de derecho? Pues no parece serlo, porque de lo que se trata es de un asunto meramente humano, que cae en la esfera de acción de instituciones creadas ad hoc y de individuos que la sociedad civil ha escogido para aplicar en justicia el derecho al que todo ciudadano se siente acreedor, tal como lo garantizan estatutos legales de diversos niveles.
Secularización. La historia de este reclamo, aquí y en todo el mundo occidental, es reciente, como es bien sabido. Y si no surgió antes, ha sido por razones conocidas: solo en tiempos recientes, con la constante secularización de las sociedades, en estas han podido surgir las condiciones para la lucha política de tantas minorías discriminadas.
Hecho a un lado o reducido el poder político del conservadurismo radical afincado en las jerarquías religiosas, las sociedades contemporáneas han ido reconociendo y ampliando derechos que antes solo se daban para estamentos y grupos humanos privilegiados y “correctos” en lo político, lo social y lo moral. El hecho de que hoy –al menos en las sociedades occidentales y salvo excepciones execrables– cualquier ser humano se considere libre, igual ante la ley y en disfrute de todos los derechos apetecidos, no ha sido algo, por ejemplo, que bajara del cielo.
Imperan hoy una legislación y una moralidad que, como construcciones plenamente humanas, tienen su máxima expresión en distintas constituciones políticas nacionales, instituciones y tratados internacionales que respaldan la plena vigencia de los derechos humanos.
Es posible, volviendo al intento de estos jóvenes, que nuestra anticuada legislación no dé la talla ante reclamo tan genuinamente humano. Pero ya se ha insinuado, afortunadamente, la posibilidad de recurrir a las debidas instancias internacionales, del mismo modo que han hecho tantas parejas ante la cerrada oposición a la legislación favorable a la reproducción asistida.
Mayor apertura. Es de esperar que nuestros representantes en los diversos poderes del Estado, así como el enorme poder de convicción representado por los medios de comunicación, se muestren más abiertos a airear y resolver, de una vez por todas, este problema que es más grande de lo que parece si nos damos por enterados de cómo es de hipócrita la sociedad costarricense.
Igualmente que aquellos en cuyas manos, con nuestros votos, hemos dejado la formación, la ejecución y la aplicación de las leyes, lo hagan pensando que se deben al conjunto total de la sociedad y no al de ciertos grupos de presión interesados en mantener un statu quo reñido con la generalización de los derechos humanos a toda la población.
No se trata solo de la obligación de reconocer las nuevas realidades emergentes, sino del comprender que es un toma y daca en tanto que ello redunda en mayor integración social y mayores posibilidades para el aporte creativo que este sector, en todos los tiempos y a pesar de todo, ha brindado a lo largo de la Historia.