Muchas veces he criticado la política testimonial o universitaria. La política principista. Lo he hecho porque es estéril, porque dificulta los acuerdos que son la razón de ser de la política y porque, dadas las circunstancias, su idealismo puede derivar en radicalismos violentos.
En esa misma inteligencia (la tradición realista del pensamiento político) he elogiado al traidor, al líder con la capacidad para posponer esto, matizar aquello y hasta contradecir aquello otro que en su momento enarboló, todo en aras de conseguir objetivos superiores. Sencillamente, la política tiene que ver con la conquista del poder.
Por más nobles que sean sus intenciones, usted requiere poder para llevarlas a cabo en la polis, y para obtenerlo y conservarlo va a requerir sacrificar cosas y jugar duro, muy duro.
Sin perjuicio de lo anterior, quisiera agregar que, al menos para mí, no todo se vale. No todo se vale en la búsqueda del poder. Como en todo, en política hay límites que no se deberían traspasar.
Escribo esto el miércoles 2, tras la (fallida) sesión de investidura en el Congreso de los Diputados en España. Para entenderme, tome en cuenta que, tras el aislamiento político del Partido Popular (oficialista y más votado en las pasadas elecciones), el Partido Socialista llegó a un acuerdo de gobierno con Ciudadanos (segunda y cuarta fuerzas más votadas). Un acuerdo que, para ser suficiente, requeriría sumar el apoyo (con un voto favorable el miércoles 2 o una abstención el viernes 4 del izquierdista Podemos (tercer partido más votado).
El poder. ¿Cuál es el problema? Que si bien para que se adopten políticas distintas a las de austeridad y para desalojar del poder a la derecha asolada por la corrupción, Podemos debería apoyar a los socialistas, como organización no le conviene hacerlo porque eso revitalizaría a esa agrupación a la que disputan la hegemonía de la izquierda en España.
Para decirlo en sencillo: a la familia con todos sus miembros sin trabajo les urge, por ejemplo, el “ingreso mínimo vital” que recibirían si Podemos respaldara a los socialistas, pero a Podemos, cuya razón de ser, supuestamente, son esas familias, ese pacto no le conviene, porque lo aleja del poder.
Anticipándose a ese dilema (los estrategas de Podemos son personas muy hábiles en el diagnóstico de la situación y en la comunicación política), su líder, Pablo Iglesias, apenas quedó clara la aritmética que lo forzaba a respaldar a los socialistas, se sacó de la manga una condición para pactar con ellos… una condición que a lo largo de toda la campaña no había mencionado como condición: un referéndum secesionista en Cataluña.
Lo hizo sabiendo que era un requerimiento que Pedro Sánchez, candidato socialista, no podría satisfacer, pues cuenta con la oposición de los líderes más fuertes de su partido.
A partir de ese momento, Iglesias ha usado al independentismo catalán como hoja de parra para tapar la vergüenza de anteponer su ambición de poder por encima de las necesidades de la gente empobrecida. Pero ha ido más allá. Su guiño al independentismo catalán es un coqueteo con los nacionalismos regionales en España.
Peor aún, con la memoria de sangre en torno a esos nacionalismos. Toca, de esa manera, fibras muy sensibles en la sociedad española; una vieja herida que con enorme esfuerzo y sufrimientos indecibles cerró, poniendo fin, recién a finales del 2011, al doloroso capítulo del terrorismo autóctono.
Ganar o morir. Veamos: el martes 1.° de marzo Iglesias tuiteó: “La libertad de Otegi es una buena noticia para los demócratas. Nadie debería ir a la cárcel por sus ideas”.
Arnaldo Otegi es un secuestrador y asaltante de la banda terrorista ETA, al que sus seguidores filoetarras ven, no como un criminal, sino como un preso político del Estado español. Iglesias, temerariamente, les da la razón. Luego, en la referida sesión del miércoles, le dio un claramente planificado beso en la boca a Xavier Domènech, de la confluencia catalana de Podemos (sabe muy bien que en la escenificación de la política los gestos son tan o más importantes que las palabras, y ese ósculo, que en nada reivindica la diversidad sexual, comunica su compromiso con el nacionalismo catalán).
Después, no más subió al estrado del hemiciclo, de entre las miles de víctimas del franquismo y posfranquismo, invocó la memoria del barcelonés Salvador Puig Antich, miembro del Movimiento Ibérico de Liberación, ejecutado mediante garrote vil en 1974, y la de los trabajadores asesinados en 1976 por la Policía, durante la brutal represión de una huelga, ¡oh casualidad!, en el País Vasco.
Para rematar, durante su discurso, y también en la réplica, aludió al expresidente Felipe González como “el que tiene las manos manchadas de cal viva”, en una grotesca alusión a los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), terrorismo de Estado contra ETA desplegado, y cuando menos tolerado, por los gobiernos de González y Adolfo Suárez.
Iglesias es consciente de lo potencialmente explosivas que son las teclas que está tocando, pero parece no importarle. Para él, en la lucha por el poder todo se vale. No en vano Ganar o morir es el nombre de su último libro, una comprensión necrofílica de la política heredada del teórico nazi Carl Schmitt.
Sin escatimar costos. Iglesias es de esos machos alfa que, en Algo personal, Serrat dice que “juegan con cosas que no tienen repuesto”. Van por el poder y no escatiman costos. Son astutos, pero nunca sabios. Si lo fueran, sabrían que Mefistófeles tarde o temprano regresa a cobrar su parte del trato. Si lo fueran, sabrían que en los procesos sociales no pueden sembrarse vientos sin cosechar tempestades.
Que lo digan los líderes del Partido Republicano. Cuando una mancha de semen les abrió la ocasión para intentar derribar al popularísimo Clinton, trabando una alianza con la derecha cristiana, no imaginaron que en el 2016 ya habrían perdido por completo el control de su agrupación, copada por fanáticos ignorantes que ponen en riesgo no solo la relevancia política de un gran partido, sino incluso el régimen de libertades de los EE. UU.
Ahora, los defensores del libre mercado, aquellos liberales para los que siempre importó más la propiedad privada que los derechos civiles, pretenden ahogar en lágrimas su culpa por haberle inoculado a su elefante hormonas del más atávico conservadurismo religioso, todo a cambio del plato de lentejas de una baja fiscalidad, menos restricciones medioambientales a su industria o la oposición al Obamacare.
En vano intentan ya ponerle correa a un paquidermo deforme y violento que, en el mejor de los casos, los llevará a su tercera derrota electoral consecutiva y, en el peor, le entregará el mayor arsenal nuclear del planeta a uno de los tres chiflados que compiten por la nominación.
Decía don Alberto Cañas que don Francisco Orlich era el “freno de mano” de don Pepe, que algunas cosas ocurridas en su segundo gobierno no habrían pasado si don Chico hubiera estado ahí.
No es una tesis descabellada. Los grandes líderes políticos, hombres o mujeres, suelen ser individuos con niveles muy elevados de testosterona, con una vocación bioquímica por imponerse sobre sus semejantes. En algunos casos, personas que “no conocen ni a su padre cuando pierden el control”, sigue Serrat, “ni recuerdan que en el mundo hay niños”. Pienso que por eso siempre necesitan tener cerca a alguien de confianza que les diga que no, que no todo se vale.
El autor es abogado.