Este año, el debate sobre el Presupuesto Ordinario del Gobierno de la República para el 2015 ha sido uno de los más ricos de nuestra historia reciente. En el Congreso, varios de los diputados que integran la subcomisión dictaminadora han hecho, con el apoyo de sus equipos asesores, un análisis pormenorizado del plan presentado por el Poder Ejecutivo a principios de setiembre pasado.
Con buena intención. Casi todas las fracciones legislativas han planteado propuestas que, a mi parecer, han sido bienintencionadas, algunas de ellas con el doble propósito de mejorar la calidad del plan propuesto por el Ejecutivo y, a la vez, reducir, al menos en alguna medida, el monto de su faltante proyectado entre ingresos y gastos totales, que es de ¢3,8 billones.
El debate también ha sido rico en el ámbito de la opinión pública, tanto a través de los medios de comunicación como en las redes sociales.
Faltando ya poco para la votación del Presupuesto en el Pleno del Congreso, lamentablemente se observan signos que amenazan con devaluar el debate y deteriorar las buenas relaciones humanas que deben prevalecer entre quienes participan activamente en esta y otras discusiones de alta importancia nacional.
El uso de epítetos y etiquetas es una práctica que devalúa el debate y dinamita los puentes que deben siempre conducir a la negociación y al entendimiento.
El debate nunca debe llevar al enfrentamiento entre personas y menos entre quienes, al final del día, tienen en sus manos la toma de las decisiones. Cuando las condiciones no son propicias para el debate de altura, y rico en ideas y propuestas, el gran perdedor es el país.
Dosis de razón. En el debate presupuestario, todas las partes que discuten tienen, sin duda alguna, una buena dosis de razón. Los argumentos de la mayoría se respaldan en leyes y artículos de la Constitución Política. En nuestro ordenamiento jurídico, respecto a la materia fiscal, pareciera que hay para todos los gustos. Quienes reclaman, por ejemplo, una mayor asignación de gasto para la educación pública respaldan su pedido en la reforma al artículo constitucional 78, que aumentó la inversión estatal mínima en dicho rubro de 6% a 8% del PIB. Lo mismo sucede en el caso de quienes reclaman mayores asignaciones para ciertas transferencias corrientes, aduciendo que existen leyes que establecen destinos específicos de gasto para los ingresos que recauda el Gobierno.
Paralelamente, también tienen una buena dosis de razón aquellos que reclaman por un mayor orden en el manejo de las finanzas del Gobierno, con fundamento, entre otros, en leyes como la 8131. Dicha ley señala, en su artículo 6, que no pueden financiarse gastos corrientes con ingresos de capital.
También llama al orden en el manejo financiero del Gobierno el artículo constitucional 176, el cual establece que los gastos propuestos no pueden exceder los ingresos probables.
Vacíos y errores. Una lección que, de nuevo, nos deja este debate presupuestario es que las muchas contradicciones, vacíos y errores que hay en la legislación existente en materia fiscal, y que dan lugar a la mayoría de las discrepancias que surgen en dicha discusión, exigen un gran ejercicio de reparación y conciliación de las leyes fiscales en el Congreso. El artículo 179, por ejemplo, indica que “la creación de nuevos gastos exige la creación de nuevos ingresos para cubrirlos, capacidad que debe ser técnicamente demostrada y certificada por la Contraloría General de la República”. Como muchas de las leyes que establecen destinos específicos de gasto no cumplen con este dictado constitucional y están técnicamente “desfinanciadas”, quizás reparar esas leyes sea un buen punto de arranque para ese trabajo de conciliación de nuestra legislación en materia fiscal.