Al inicio de una noche que no logro ubicar, pero en las proximidades de la Navidad de 1965, distantes sonidos carnavalescos atrajeron mi atención. No sé en qué importantes actividades estaría ocupado yo, pero las dejé de inmediato para salir al jardín de mi casa. Allí estaba ya toda mi familia, asomada a la baranda, en labores de cuidadosa observación antropológica.
Toda su atención estaba concentrada en una carroza que, a unos 200 metros de distancia y con la cúpula de la catedral de Alajuela al fondo, avanzaba muy lentamente, en dirección al parque Palmares.
Encabezaban el desfile varios motociclistas (algunos a lo Marlon Brando en The Wild One ), seguidos por unos pocos autos; a los lados y detrás de la carroza, venía una muchedumbre que parecía bailar entre la calle y las aceras. Pronto fue claro que los colores que dominaban ese inesperado carnaval eran el amarillo y el azul; entonces, mi mamá me dijo de manera terminante: “Métase a la casa porque aquí puede haber una balacera”.
1948. Podría parecer que mi mamá exageraba, pero en 1965 todavía estaban muy frescos los recuerdos de la década de 1940, de la guerra civil de 1948 y de la invasión de enero de 1955, realizada por los calderonistas (con el apoyo de la dictadura del primer Somoza) para derrocar al gobierno de José Figueres.
De hecho, poco antes de que estallara el conflicto armado de 1948, mi papá –uno de los hombres más pacíficos que ha nacido en este planeta– estuvo a punto de ser acribillado por un oficial del gobierno de Teodoro Picado.
Además, en Alajuela no se había olvidado que, durante la invasión de 1955, un avión de los rebeldes sobrevoló la ciudad y descargó varias ráfagas de ametralladora, un hecho que mi hermano, que lo presenció, me lo ha contado desde que tengo memoria.
Por si todo lo anterior fuera poco, la campaña electoral de 1965, que enfrentaba a Daniel Oduber (Liberación Nacional) y a José Joaquín Trejos (Unificación Nacional) fue extremadamente reñida. Un indicador claro de ese proceso fue que Trejos, en los comicios efectuados en febrero de 1966, ganó la presidencia por menos de 5.000 votos.
Provocación. Aparte del trasfondo histórico y electoral, presumo que a mi mamá también le preocupaba la geopolítica del barrio, ya que el sector de la ciudad donde vivía mi familia era predominantemente liberacionista.
Tal predominio era acentuado porque, casi enfrente de mi casa, estaba situado el cuartel alajuelense del Resguardo Fiscal, cuyos jefes y efectivos –nombrados por el gobierno saliente de Francisco Orlich– podían verse afectados, si Trejos derrotaba a Oduber en las elecciones presidenciales.
Considerado desde tal perspectiva, el paso del carnaval trejista por el barrio podía ser fácilmente interpretado como una provocación, máxime en un contexto de intensificada competencia electoral. Una de mis hermanas, en una carta escrita en setiembre de 1965, dejó constancia de esas pasiones: “La política está que arde. Cielito lindo cree que va a ganar, pero Liberación los va a arrollar”.
Desobediencia. De todo lo expuesto, a mí lo único que me importaba era perderme el primer carnaval de mi vida. Aunque por esa época apenas iba a cumplir 5 años, ya había aprendido a distinguir, por el timbre de voz, cuándo se podía negociar con mi mamá y cuándo lo mejor era guardar silencio.
Por eso, sin decir una palabra, entré en mi cuarto con toda la intención de desobedecer las órdenes maternas. Después de unos interminables minutos de espera para disimular, me devolví sigilosamente al jardín por una de las aceritas que mi casa tenía en cada uno de sus costados, me subí a un muro y me oculté detrás de una exuberante pastora.
Desde esa posición privilegiada, observé el paso de la carroza, en la que iban unas muchachas muy bonitas, unos señores que no dejaban de sonreír y un alegre mariachi. Entre la multitud que desfilaba, reconocí a algunos miembros de una de las pocas familias del barrio que no eran liberacionistas. Se veían felices, abrigados con hermosos ponchos de colores y con las cabezas cubiertas por vistosos sombreros de charro.
Estrellas y sombras. Segundos antes de que terminara de pasar el desfile, me devolví a mi cuarto y, apenas vi que mi mamá ponía un pie en el umbral de la puerta, le pregunté: “¿Ya puedo salir?”. No había acabado de decir “Salga” cuando ya yo estaba encaramado en la baranda. Con tal demostración, esperaba no dejar dudas de que, efectivamente, había cumplido al pie de la letra con el arresto domiciliario.
Afuera, en una de esas noches alajuelenses en que las viejas estrellas brillan con el fulgor de cuando eran jóvenes, poco quedaba por ver. Los rezagados de la muchedumbre, al llegar a la esquina, doblaban hacia el oeste, en dirección a plaza Iglesias, y el resto de los vecinos, que, al igual que mi familia, contemplaron el paso del carnaval respetuosamente, empezaban a regresar a sus casas.
Por un rato, me quedé allí, acompañado apenas por un vientecillo navideño que, indiferente a todo, amenazaba por momentos con arrancar las banderas liberacionistas colocadas en los techos, mientras barría diligentemente el confeti que las muchachas habían lanzado desde la carroza. Tal vez, en ese empeño, barrió también, aunque fuera un poco, algunas de las sombras que los conflictos políticos del último cuarto de siglo habían dejado en el barrio.