La vida de las marionetas es triste: sepultadas en cajas con los hilos arrebujados sobre el cuerpo de madera, dependen del recuerdo del titiritero para ser desenroscadas y disimular con manos ajenas, entre sacudida y sacudida, las rigidices de su condición de muñeco inerte.
Hay marionetas afortunadas, como Pinocho, que gracias a una hada experimentan la transición a la humanidad, y humanos que, cansados de serlo, eligen el camino inverso; si en el primer caso la fantasía justifica la intervención de seres mágicos para obrar tan cara metamorfosis, en el segundo la realidad se basta a sí misma para inyectar parálisis donde hubo aliento.
Anunciado a bombo y platillo, el 3 de noviembre llega a Costa Rica un espécimen de esta última clase de mutación, una suerte de alienígena frustrada que, a falta de planeta propio, ha sido lanzada en órbita para apedrearnos con meteoritos acústicos. Se hace llamar –o la hacen llamarse– “Lady Gaga”, combinación casi tan estrafalaria como el personaje que representa. Si bien de “lady” no tiene nada, de “gaga” lo tiene todo: sin acento (“que tartamudea”, un retrato condescendiente de sus habilidades cantoras) y con acento (“dicho de una persona de edad: que ya ha perdido parte de sus facultades mentales, lelo”, aquí la definición se excede en generosidad, pues si no las ha perdido del todo le falta poco), palabras medio homófonas que le van como anillo al dedo.
El aclamado “montaje más grande de la historia de Costa Rica” ( La Nación , 18/10/12) – 40 contenedores de 60 toneladas (a modo ilustrativo, más del doble de lo que Brasil envió en concepto de ayuda humanitaria por el terremoto de Haití en 2010)– no tiene nada que ver con entretenimiento de masas, sino con su indisimulado adoctrinamiento.
Si, de acuerdo con el dramaturgo E. Jardiel Poncela, “todos los hombres que no tienen nada importante que decir hablan a gritos”, ciertamente quien recurre al insulto –además de pecar de falta de originalidad– se ve abocado a redoblar los decibelios de su insignificancia. El engendro Gaga, incapaz de aportar nada de valor, se dedica machaconamente a escupir sobre lo que sí lo tiene vehiculando sus mensajes por oposición, lo cual demuestra hasta qué punto carece de ideas propias como polichinela que es: ataques recurrentes a lo espiritual (fijación con cruces y aureolas), apología del vampirismo (macabramente de moda con interminables y soporíferas sagas), cultos ocultistas (alegorías a dioses egipcios con Horus –y su ojo ciclópeo especialista en cegueras, reminiscencia del “Gran Hermano” de G. Orwell– a la cabeza), en fin, un cúmulo de despropósitos cuidadosamente estudiados para manipular a borregos a través de consignas aberrantes que, metidas con embudo, se acaban grabando por repetición.
Presentada como paradigma de modernidad, incluso el nombre de la gira –Born this way (nacida de esta manera)– resulta apolillado, resabios del determinismo victoriano donde tan bien encajaron las científicamente superadas teorías darwinistas de la selección natural, preámbulo de la eugenesia de F. Galton, trasnochadamente rescatadas por el pop del siglo XXI para convencernos de fatalismos irrevocables que debemos aceptar a pies juntillas (el creacionismo es otro mito; existe, más bien, lo que el filósofo E. Laszlo denomina “diseño para la evolución”).
La ideología convenientemente reconvertida en ley sigue al servicio del darwinismo social aupado por los poderosos –no los más fuertes, sino los más bestias–, al estilo de la supervivencia del más apto en los negocios difundido por J. D. Rockefeller... que se lo expliquen a los damnificados por el Tratado de Libre Comercio.
La controvertida experiencia asiática de esta gira hace apenas unos meses se saldó con numerosas acusaciones de pornografía y satanismo –concierto clasificado para mayores de edad por obsceno en Corea del Sur y cancelado en Indonesia por lo mismo– que en Occidente, vendidos al embrutecimiento, recibimos alegremente como “espectáculo”.
Gaga, que pasó de tener cara de póquer a ser una máscara ambulante, bautiza a sus fans “pequeños monstruos” y los invita a emularla (los elegidos ingresan en el área reservada Monster Pit: todo queda en familia), una manera solidaria de compartir la propia degeneración como gesto típico del que busca en el mal de muchos su particular consuelo de tonto.
Sí, la vida de las marionetas es triste; sobre todo porque, a su pesar, cada vez que salen al escenario ponen de manifiesto lo muertas que están.