Cuando analizo lo que sucede en nuestro país, no me tiembla el pulso para pensar que existe un trastorno severo causado por omisiones de varias generaciones que han padecido una reducción o falta total del sentido común. A pesar de que no he podido determinar los síntomas de ese mal colectivo, somos muchos quienes empezamos a padecer una ceguera económica, una piel que se resquebraja con los atentados a nuestras libertades fundamentales y una calvicie irremediable que empeora por la falta de liderazgo y de nuevas ideas.
La encrucijada política que vivimos demanda dejar de lado la miopía analítica y extender su estudio a los sectores que hoy tienen en jaque a Costa Rica.
Las primeras grandes culpables han sido las propias administraciones de Gobierno. El nivel de irresponsabilidad y de manejo gubernamental plagado de ocurrencias y de remedios caseros manosea los límites de la razón.
Salvo la administración de Abel Pacheco, las que le siguieron dejaron sin resolver el problema fiscal. La desfachatez con la cual se ha confrontado este delicado asunto podría fácilmente tipificarse como un delito contra las finanzas públicas.
Luis Guillermo Solís, en uno de los actos más irresponsables, que marcará por siempre la historia de nuestro pueblo, legó, como si se tratase de los confites con los que en algún momento nos vaciló don Pepe, un hueco de ¢600.000 millones en el presupuesto nacional. ¡Ese no es un hueco, es un cráter! Para colmo de males, hace tan solo unas semanas atrás se pavoneaban en comparecencia frente a los diputados con teorías económicas inexplicables. Sigo sin entender cómo podían dormir tranquilamente.
En segundo lugar, y a escasos centímetros de la recta final, están las fuerzas sindicales. No en vano las denomino “fuerzas” sindicales. Con el paso de los años se han sofisticado al punto de asemejarse a grupos de terror dispuestos a casi todo con tal de defender sus “luchas sociales”.
Y es así como, sin ningún pudor, vemos oleoductos agujereados, camiones cisternas en llamas, salas de operaciones secuestradas, bloqueos que atentan contra el libre tránsito de todos nosotros, los ciudadanos comunes y corrientes, simples mortales, que no tenemos el privilegio de pluses salariales o de pensiones de retiro a los cincuenta años, y que desgraciadamente no podemos darnos el lujo de tirarnos a la calle indefinidamente.
Poder ilegítimo. Va siendo hora de que esos señores que se refugian bajo el escudo sindical se armen de testosterona (o de cualquier otra hormona para no ofender a ningún género) y busquen la presidencia de la República y los asientos del Congreso. No se vale ser observadores pasivos de las elecciones presidenciales para meses después tumbar los planes del gobierno a golpe de tambor y sin ningún respaldo democrático electoral.
Si quieren ostentar el poder, deben buscarlo por las vías democráticas, y si saben (como probablemente lo es) que no tienen ninguna posibilidad, no vengan entonces a pretender gobernar ilegítimamente a todo un pueblo que nunca les dio su voto.
Por último, estamos nosotros, sí, todos los demás ciudadanos. Los miles y miles de costarricenses que nos levantamos diariamente para ir a trabajar y que vemos la película de la huelga como si no fuese asunto nuestro.
Mea culpa! Las tragedias más grandes de la humanidad se dan cuando la mayoría de la gente buena guarda silencio, permanece estática y no hace absolutamente nada frente a los embates de un grupo pequeño de malandros que hacen mucho ruido e intimidan a los otros.
Nuestro silencio y nuestra pasmosa pasividad nos hace cómplices, ni más ni menos, que al resto de los actores sociales en esta crisis. Hay que levantarse, pacíficamente, pero con firmeza, con un aluvión de ideas y de dinamismo, y, sobre todo, sin temor alguno. Los que asustan no hacen más que patear el tarro, defender el statu quo e imponer a las futuras generaciones una dolencia política que nadie merece ni quiere.
Si los padecimientos físicos del hombre se solventan con buena medicina, amor, esfuerzo, comprensión y unidad familiar, los padecimientos sociales deberían aliviarse con dosis similares que vengan de la colectividad.
En fin, seamos más cautos a la hora de escoger a nuestros gobernantes, no nos arrodillemos ante el sabotaje sindical y las políticas de terror, y dejemos de lado la apatía social que durante tantos años nos ha mantenido petrificados.
El autor es abogado y escritor.