Creo que en estos tiempos muchas personas han tomado conciencia de que no les alcanza la capacidad de asombro para enfrentarse a los inventos actuales. Casi no hay espacio físico y mental donde esos inventos y la “creatividad” para producirlos no haya llegado.
El asunto es el siguiente. Existe un juego, conocido como Paintball, que consiste en hacer la guerra entre dos equipos. Los implementos son una ametralladora del tamaño de las verdaderas y sus “balas” son bolitas formadas por un material similar a la goma, con tinta en el interior. Al chocar con el “blanco” las bolitas se revientan, dejan su marca en el contrincante, producen una molestia considerable, que si no fuerte, sí se deja sentir y finalmente avisan que ya se ha matado al enemigo.
Lo insólito del juego es que, en algunas fiestas de niños, el “blanco” se amplió, y no es únicamente un juego entre niños que se enfrentan –lo cual, sabemos, es absolutamente reprochable– sino que incluye a los padres de los invitados. Entonces, el niño apunta a un “blanco” que es su amigo o el padre de su amigo; de igual manera, el padre apunta al amigo de su hijo o al padre de este.
En algunas ocasiones, el enfrentamiento se da entre padres e hijos. Cuando ya ha terminado la “masacre”, los derrotados, con los brazos en alto, alzan la ametralladora en señal de rendimiento. Tengo entendido que los padres al dar en el “blanco” también se entusiasman (¿se les sube la adrenalina?), y el juego sigue su curso. Que los niños se “maten” entre sí o que los padres “maten” a los amigos de sus hijos es, simbólicamente, y aunque se trate de un juego, una agresión brutal e inhumana.
Lo inaudito, también, a sabiendas de que hay cientos de este tipo de juegos de violencia extrema (valga recordar los videojuegos), es que al haber complicidad con los padres se da, implícitamente, una aceptación de la “matanza”.
Nos preguntamos: ¿Qué sigue ahora? ¿A qué más nos vamos a enfrentar? ¿Cómo queremos aplacar la violencia?
Amalia Chaverri es Filóloga.