Siempre dije que lo sucedido en Costa Rica en 1948, como consecuencia del triunfo armado de José Figueres, fue una revolución de verdad porque los que estaban abajo ascendieron al poder y los que en él se encontraban tuvieron que soportarlo. En 1948 la clase campesina de este país correspondía a un 82% de su población y era la más pobre y desprotegida.
Veinticinco años después, los hijos de los campesinos descalzos y analfabetos eran profesionales y ocupaban, en gran proporción, los puestos políticos y administrativos de nuestra organización institucional. En la cúspide de esta rápida ascensión estaba Luis Alberto Monge, descendiente directo de campesinos, que logró ser candidato a la presidencia de la República en 1978 y presidente después, a partir de 1982.
La democracia se afianzaba en su estructura popular. Luis Alberto, además de campesino, era destacado dirigente sindical, dos agravantes que la sociedad costarricense no habría permitido –antes de 1948– para que un ciudadano con tales antecedentes ocupara un cargo público de cierta importancia.
Además, Luis Alberto fue elegido diputado a la Asamblea Nacional Constituyente de 1949, a los 23 años de edad. De nuevo ocupó el cargo de diputado a la Asamblea Legislativa en 1958, regresando después, siendo presidente electo de ese importante poder de la República, en 1973.
Dos grandes energías. Rafael Ángel Calderón Guardia había adelantado las condiciones que permitieron esta transformación democrática, al imponer el Código de Trabajo, las garantías sociales y el seguro social al pequeño sector cafetalero, que a la vez dominaba la banca –o sea, el que tenía el poder económico y el poder político en el país– ocasionando una gran convulsión en la sociedad costarricense.
La mayor parte de lo que somos hoy como democracia representativa, de institucionalidad consolidada y de permanente paz, se lo debemos a Calderón Guardia y a José Figueres, los dos grandes reformadores sociales y políticos de Costa Rica en el siglo XX, por lo que es procedente decir, como ciudadanos producto de esas dos grandes convulsiones históricas, que podemos ser tanto calderonistas como figueristas, reconociendo que esas son las dos grandes energías históricas más cercanas que debemos recoger los costarricenses para construir la nueva etapa democrática que nuestra sociedad viene pidiendo desesperadamente.
Y digo esto porque la historia tiende a olvidar los errores, arbitrariedades, fraudes o represiones de algunos gobernantes, cuando estos han dejado una obra social y política de gran trascendencia capaz de enterrar el lado oscuro de sus gobiernos.
Calderón no era campesino, pero se apoyó en los sectores obreros, en el partido comunista y en la Iglesia católica. Figueres tampoco lo fue, pero vivió veinticinco años confundido con los campesinos, llegó a ser uno más de ellos y enseñó que la energía política viene de abajo hacia arriba para que el mandatario pueda gobernar, así, de arriba hacia abajo.
Reformas fundamentales. Eso la aprendimos todos los que en aquella época éramos muy jóvenes. Y lo aprendió Luis Alberto Monge, con mayor lucidez, logrando que en la Asamblea Constituyente, y en la Legislativa después, se aprobaran reformas y leyes fundamentales que consolidaron fuertemente los derechos y libertades de nuestro pueblo.
Casi no hay en este país una ley de gran trascendencia política y social –de 1949 a 1986– en la que no esté presente la iniciativa, la influencia, la energía y la preocupación de Luis Alberto Monge.
Esto lo podemos apreciar en la supresión constitucional del Ejército; en las leyes agrarias, en las industriales, en la nacionalización de la importación de los hidrocarburos y de la energía eléctrica, en la expropiación de la compañía extranjera que era dueña del ferrocarril al Atlántico, en la consolidación del derecho de sufragio que permitió al pueblo elegir libremente a sus gobernantes y en la extensión de ese derecho a la mujer y a la juventud, en la lucha contra los tugurios y en dar vivienda a los sectores más bajos de nuestra población, en la política de créditos bancarios para los que nunca antes los habían tenido, en la universalización de los seguros sociales, en la planificación de la Administración Pública y en la creación de instituciones como la Contraloría General de la República y el Banco Popular.
Pero hay dos leyes que es conveniente destacar aquí, de manufactura directa de Luis Alberto y que reflejan su preocupación por un orden democrático mayor y un equilibrio en la distribución de la riqueza, y que son la ley que regula las relaciones entre productores, beneficiadores y exportadores de café y la del aguinaldo, que obligó a destinar un salario más en diciembre para los trabajadores, sobre todo de la empresa privada.
Con la primera, terminó con una de las más grandes explotaciones que sufrieron los pequeños productores de café durante más de cien años, y con la segunda, no solo aumentó sustancialmente el ingreso familiar sino que llenó de alegría a los niños, a los hogares de todos los trabajadores de este país para la época de Navidad. Luis Alberto es el verdadero Papá Noel de Costa Rica.
Siempre estuvo presente Luis Alberto en este largo proceso transformador, como ministro, como legislador, como consejero, como fundador del Partido Liberación Nacional, como ciudadano, como un patriota que pareciera que nació exclusivamente para amar y servir a Costa Rica.
Luis Alberto fue un gran legislador, un político que siempre supo que el camino de consolidación y progreso de la democracia es la ley. Como Pericles, como Solón, como los más ilustres griegos de la antigüedad, Luis Alberto bien puede declarar hoy con toda propiedad: gobernar es legislar y legislar es construir los senderos hacia la felicidad del pueblo por el ejercicio permanente y sin interrupción de la libertad.
El autor es abogado.