Los maleducados

Es una desvergüenza no querer usar la mascarilla u organizar fiestas clandestinas

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No es impropia de la condición humana la idea de que siempre hay una mejor vida esperando en otro lugar. Tironeados entre el sueño de lograr las metas y el antojo de liberarse por un rato, la felicidad que advendría como resultado del «golpe de suerte» o del «uno en un millón» encuentra su desilusión en la estadística.

La ambivalencia de desear lo que no se quiere es la necedad de la época, la carrera imposible contra sí mismo, mientras se pierde la oportunidad de vivir queriendo resucitar lo muerto o anhelando recibir lo que se cree merecido.

La idea de que el mundo tiene algo para darnos parece obviar que las elecciones que hacemos son las que determinan nuestra vida; insistir en lo otro lleva a las personas a desaparecer en la esencia de sí mismas y culpar al prójimo de sus carencias.

El surgimiento de las pseudoterapias de lo psíquico, que comercian con los deseos y las frustraciones de las personas, velan por hacer marchar a los clientes al paso del ideal común de la egolatría.

No es difícil advertir de que una de las consecuencias de tan profundamente vana tendencia es una suerte de insolencia que está definiendo los lazos sociales.

Me refiero a la desvergüenza de no querer usar la mascarilla, de hacer fiestas clandestinas, de fingir la inoculación de un adulto mayor, de falsificar pruebas, de plagiar exámenes, de acosar; es decir, todas las prácticas de desprecio y desvalorización de los otros seres humanos.

Todas esas formas maleducadas de conducirse pretenden anular los límites, las normas, brincarse las pérdidas para seguir adelante, como quien cruza el río sin mojarse.

Para los maleducados, el espectáculo de ellos debe continuar, independientemente de los tropiezos ajenos en detrimento de los esfuerzos del intelecto. Si la realidad no es como la desean, toman por anticipado y por la vía de la irreverencia aquello que de otra manera les demandaría tiempo.

Los tiempos adversos, como el presente, no tendrían que ser ni fuente de riqueza ni de maldición, pero sí la oportunidad para saberse situar frente a las calamidades y habilitarse un lugar para hacer trabajar la vida.

Un lugar con menos depresiones, menos angustia, menos agresiones, menos enojo y con más verdad, más valentía y más reparación. Un lugar en donde se advierta el paso del tiempo, y es que, como plantea el psicoanálisis, allí donde crece el peligro, crece también lo que salva.

Saber hacer algo con la vida depende de atreverse al movimiento que va de la queja a la creación, de la repetición a la invención, y también de negarse a la omnipresencia de la inmediatez, a la prisa por devorar o ser devorado.

Lo (im)posible de vivir solo podrá ser vivido en la esencia de uno mismo, las construcciones subjetivas, que toman toda una vida en crearse y que son como trajes hechos a la medida.

cgolcher@gmail.com

La autora es psicóloga y psicoanalista.