Como ninguna cultura es homogénea y perfectamente armónica, tampoco es de esperar que ningún movimiento social o político sea compacto y sin fisuras. Los objetivos que persigan estarán condicionados, ineludiblemente, por la capacidad de sus miembros de hacer concesiones respecto de sus objetivos particulares en pos de objetivos más amplios y unificadores.
De manera que no nos debe sorprender que el avance del movimiento progresista se vea afectado en la actualidad por una ruptura en dos bandos que dan la impresión de ser irreconciliables, lo cual fortalece al movimiento conservador que se aprecia más sinérgico y conciliador. Reconocer dicha ruptura nos ayudará a comprender por qué en nuestra sociedad prevalecen las fuerzas centrífugas sobre las centrípetas.
La caracterización que me dispongo a realizar debe interpretarse como un modelo ideal que revela los rasgos generales de ambos bandos, dando por sentado que muchos individuos que se identifican con el movimiento no se acoplan a un único modelo.
Características. Tenemos, por tanto, un progresismo que apuesta por el universalismo. Más allá de las identidades particulares busca la consecución de una sociedad de iguales ante la ley, fomentando una concepción de ciudadanía capaz de motivar la integración de aquellos con intereses legítimos pero heterogéneos, y con posiciones distintas en la sociedad, en un proyecto común enrumbado al progreso social y económico.
El otro progresismo apuesta por rescatar lo local, tan golpeado por las fuerzas de la globalización. Este progresismo trata de profundizar en las identidades particulares para devolverles a los grupos marginados la visibilidad que se les ha negado una y otra vez en nombre de una concepción abstracta y parcializada de humanidad.
Sin embargo, ambos progresismos coinciden en la necesidad de promocionar y extender una visión secular de derechos humanos que cobije también a esos grupos marginados. He aquí la mayor diferencia con respecto al movimiento conservador, que intenta por todos los medios confinar su visión de derechos humanos a lo que le permita su religión o tradición particular.
El primer progresismo tiende a considerar que la igualdad se alcanza mediante los mecanismos habituales de la democracia liberal, los cuales reivindican la igualdad de oportunidades como la vía idónea para que todos actuemos y nos percibamos como iguales en el Estado y el mercado. Mientras que el segundo progresismo mira con escepticismo esos mecanismos, puesto que los hilos que los mueven a menudo son los hilos del establishment y el conservadurismo social y político.
Objetivos. El progresismo universalista, como llamaremos al primero, pone el acento en la tolerancia, el entendimiento y la razón como las pautas para resolver los problemas que nos aquejan y dividen como sociedad, en la espera de que el desbalance del poder entre grupos e individuos no sea un obstáculo insalvable para llegar a los consensos necesarios que permitan mejoras graduales en la sociedad.
En cambio, el progresismo localista, como llamaremos al segundo, desconfía de la tolerancia en su acepción liberal porque esta puede amainar la urgencia de actuar y transar con el inmovilismo, recela del entendimiento cuando este se trueca en una pose superficial que no trasciende la zona de confort para vincularse significativamente con el Otro y sospecha de la razón si es empleada para justificar la superioridad cultural de unos grupos sobre otros.
No me cabe duda de que los dos progresismos persiguen objetivos nobles, de que el problema principal es que resulta una tarea muy difícil conciliar lo universal con lo particular, lo global con lo local, toda vez que la obsesión por la pureza ideológica hace añicos el prospecto de llegar a acuerdos puntuales y siempre imperfectos.
Esa obsesión es la responsable de que las fuerzas centrífugas de la sociedad se impongan sobre las centrípetas, que el abuso de la perspectiva particularista amenace con reconducir la política a una lucha tribal por esencialismos identitarios o que el abuso de la perspectiva universalista pretenda reducirla a un diálogo desencarnado en el que los individuos participan sin historia ni rostro.
Pareciera, además, que el pesimismo de los localistas vuela a contracorriente del optimismo de los universalistas. Si fuera así, valga recordar las palabras de Bernard Shaw: “Tanto optimistas como pesimistas contribuyen a la sociedad. El optimista inventa el aeroplano, el pesimista el paracaídas”.
El autor es filósofo.