El 25 de setiembre se publicó en esta sección del diario el artículo «Protección y premios para los denunciantes», en donde se propone el estímulo de las denuncias de actos de corrupción mediante ciertos incentivos económicos, tomando como ejemplo el modelo estadounidense.
El término en inglés «whistleblower» (en referencia a los policías que décadas atrás sonaban sus silbatos para alertar a sus colegas sobre la ocurrencia de un acto criminal) es el empleado para designar a quienes en una organización o empresa se han percatado de irregularidades y dan parte de ellas.
No es una figura novedosa, incluso la revista «Time», en el 2002, destacó a tres de las más famosas «whistleblowers» como personajes del año: Cynthia Cooper (Worldcom), Coleen Rowley (FBI) y Sherron Watkins (Enron). Es, además, una regulación jurídica copiosa, particularmente en países anglosajones, por ejemplo, la No FEAR Act, la Whistleblower Protection Act y la Sarbanes-Oxley Act (creada después del caso Enron), en Estados Unidos, y la Public Interest Disclosure Act, en el Reino Unido.
Nadie duda de la necesidad de blindar a los denunciantes contra las represalias que patronos o grupos de poder ejecuten en su contra debido a la exposición o perjuicio que implica para el infractor. Tampoco debería existir controversia en cuanto a la utilidad de contar con una plataforma corporativa para facilitar la presentación de denuncias cuando se conozcan actos de corrupción o irregularidades, dentro de las instituciones o empresas, a través de los comunes modelos de cumplimiento o agencias externas, como el Ministerio Público.
La propuesta de incorporar a nuestro sistema jurídico el modelo de premios anglosajón debe objetarse. La primera razón es la ausencia de un fundamento empírico que evidencie que ese tipo de políticas son susceptibles de tropicalizarse y trasplantarse con éxito a un entorno sociocultural diferentes, principalmente porque no se cuenta con datos epistémicos que sugieran un comportamiento determinado de los costarricenses si se les otorgan incentivos para denunciar.
El análisis económico del derecho («law and economics») podría arrojar alguna luz respecto a la forma en que operan nuestras instituciones y, una vez efectuada la evaluación, pensar en cómo mejorar su funcionamiento. Resultaría irresponsable actuar a partir de meras intuiciones o por simples modas normativas.
La segunda razón es que debe tenerse cuidado con la transferencia de las políticas de mercado a la administración de justicia. En un entorno de punitivismo populachero, como señala el juez interamericano Eugenio Raúl Zaffaroni, el riesgo de que una simple denuncia —incentivada de la forma como la plantea el artículo— trascienda a acciones concretas que lesionen derechos fundamentales o el honor de las personas, mediante detenciones, allanamientos, medidas cautelares o la mera exposición pública, es muy alto.
Por este motivo sería necesario fortalecer efectivamente, y no solo de manera formal, el aparato de garantías que constituye el proceso penal, pues solo así servirá como barrera para la arbitrariedad.
Sería imprescindible también evaluar la posible afectación de la independencia judicial y la vigencia de las garantías procesales, en especial cuando los hechos revistan trascendencia mediática. Sin la independencia de los jueces frente a presiones internas o externas del Poder Judicial, todo lo demás no resulta más que una quimera.
Por otra parte, debe entenderse que la denuncia equivale a una alerta —bien retratada en la noción de «whistleblower»— y no a un indicio o elemento de prueba, por lo que también sería esencial ocuparse de la operación real de las agencias represivas, es decir, con qué frecuencia y rigor se vulneran las garantías y derechos fundamentales de los investigados.
De acuerdo con el tratadista catalán Ragués i Vallès, los sistemas jurídicos deben ocuparse de que la protección que se brinde y las acciones que se tomen dependan de que el informante tenga buenas razones para creer que su información se corresponde con la realidad, lo que conlleva desestimar las denuncias infundadas, abstenerse de judicializar los chismes —lo que pasaría instaurando procedimientos judiciales infructuosos desde su nacimiento— y la corroboración —mediante los cauces procesales correspondientes y respetando los derechos y garantías de los investigados— de aquellas denuncias que sí dispongan de datos serios.
El autor es abogado.