Como familia costarricense es nuestra responsabilidad entender qué tipo de guerra interna viven nuestros jóvenes
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Por Sylvia Arias Penón
Hace dos semanas nuestras montañas amanecieron de luto. Marco Calzada Valverde, de 19 años, fue interceptado por cinco muchachos que le arrebataron la vida. El país entero se estremeció al enterarse de tan triste acontecimiento. Algunas horas más tarde, nos informaron que, siete días antes, el joven Manfred Barberena Novoa, de 23 años, murió cerca de Cuesta de Moras de manera muy similar. Los sospechosos del homicidio de Marco Calzada, según el Organismo de Investigación Judicial (OIJ), oscilan entre los 14 y los 21 años de edad. En Estados Unidos, serían todos aún menores de edad. En nuestro país, estamos hablando de dos adultos y tres adolescentes. El cumiche, es decir, el menor de 14 años, prácticamente un niño. Para todos los efectos, son todos jóvenes de la generación Z, de la cual dependerá el futuro de nuestra nación.
Estos hechos nos han colmado de dolor y nos han marcado profundamente. A raíz de ellos, en los últimos días me he percatado que, en las redes sociales, mucho se habla del tema. Se opina sobre el incremento porcentual de la inseguridad, el número limitado de policías que tenemos cubriendo nuestras calles, el déficit de videocámaras municipales, la cantidad de sospechosos que se liberan constantemente por la ineficiencia de nuestro sistema judicial, el número de delitos que llevamos en el 2022, el porcentaje de homicidios per cápita que va en aumento, y así sucesivamente.
El sesgo de los números
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Los números son una excelente herramienta para mostrarnos lo que está sucediendo, mas no nos cuentan el por qué. Diseñar políticas públicas basadas meramente en datos sin contemplar la dimensión humana presenta un sesgo importante, ya que los datos —a pesar de ser útiles e informativos—, muchas veces resultan vacíos de contexto y omiten las diferentes aristas que presenta un problema.
Todos los días generamos aproximadamente 2,5 quintillones de bytes de datos, también conocidos como big data. Estos datos, organizados y analizados correctamente, tienen el potencial de brindarnos información como nunca y nos facilita tomar decisiones y resolver complejos problemas que prometan un futuro mejor. Sin embargo, los números solo pueden medir lo medible y muchas veces la información necesaria para resolver problemas complejos necesita más que solamente datos cuantificables.
Es imprescindible la dimensión humana: la de los sentimientos, la de las emociones profundas—y muchas veces poco racionales—, que experimentamos los seres humanos a lo largo de nuestras vidas. Nuestras frustraciones, decepciones, valores, sueños, amores y felicidades, por nombrar algunas. Muchas veces son los valores y los sentimientos los que guían nuestras acciones y decisiones, y la realidad es que este tipo de información no se puede expresar como un valor numérico.
La etnografía
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Sudhir Venkatesh, sociólogo de la Universidad de Columbia, describe la profesión del etnógrafo como alguien que pasa mucho tiempo observando a las personas en sus situaciones cotidianas. La etnografía no es otra cosa que escribir sobre las personas. Escribir sobre las personas significa escribir sobre culturas y entender las culturas es una manera de entender el mundo. En esencia, la etnografía se trata muchas veces de comprender al «otro» que es distinto a mí.
Más allá de la big data, necesitamos más que nunca a los etnógrafos que puedan aportar datos centrados en los seres humanos, como lo son las interacciones, las historias que nos contamos y las narrativas que fundamentan nuestras decisiones.
Durante los años noventa, los vecinos de la región centroamericana experimentaron una generación perdida, compuesta por pandillas y maras que surgieron en el período posterior a las guerras civiles de los ochenta, cuando niños y jóvenes soldados quedaron con armas en sus manos, sin educación ni oportunidades. En aquel entonces, la juventud costarricense se salvó de tomar ese rumbo de violencia, precisamente, por las condiciones de vida que nos diferenciaban de nuestros vecinos. Esto ha cambiado, los tiempos son otros y, ciertamente, nuestra juventud está enfrentando batallas que no conocemos.
Como quisiera poder hoy conversar con los jóvenes sospechosos de los crímenes para conocerlos y que me cuenten sobre un día corriente en sus vidas. ¿Qué desayunan? ¿Asisten al colegio? Si no es el caso, ¿por qué? ¿Practican algún deporte? ¿A qué se dedican todo el día? ¿Qué los apasiona? ¿A quién admiran? ¿Cuáles son sus sueños?
Como familia costarricense es nuestra responsabilidad entender qué tipo de guerra interna viven nuestros jóvenes. Cuando un niño de catorce años es sospechoso de matar a sangre fría, creo que lo correcto es asumir nuestra responsabilidad colectiva, como sociedad, para entender en dónde, obviamente, estamos fallando. Detrás de todos esos números se esconde también nuestra responsabilidad de contribuir para enfrentar la prevención y la lucha contra las drogas, de fortalecer cada día más la educación y los derechos humanos.
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