Muchas cosas han cambiado en Costa Rica desde la década de 1950. Algunas para bien, otras no tanto. El número de habitantes del país a principios de la década de los cincuenta no llegaba al millón; ahora anda por casi cinco millones y al año nacen unas 55.000 personas. La cantidad de vehículos automotores no superaba los cuatro mil; hoy casi llega al millón y medio. Y los kilómetros de carretera no han avanzado, ni por asomo, a esa velocidad.
Antes no se conocía de muchos daños causados por inundaciones; hoy, en la época de invierno, las inundaciones en zonas residenciales ocurren con frecuencia casi semanalmente y, junto con los homicidios, proveen de mucho material a los medios de prensa.
Los científicos analizan si la temperatura promedio del globo terráqueo ha variado (algunos sostienen que de 1980 a la fecha ha subido un poco más de medio grado Celsius) y, también, si ello explica el recrudecimiento de fenómenos ambientales como Katrina y María.
Dicen los conocedores que se trata de una materia muy complicada, que aún con el uso de modelos matemáticos que incorporan muchas variables y complejas interrelaciones entre sí, y con el apoyo de computadores de gran poder de cómputo, la realidad no siempre se comporta como lo anticipan los modelos teóricos.
Predicciones. Para la sociedad, el poder predecir con propiedad esta materia es muy importante, pues ayuda a tomar precauciones, que van desde dónde construir (y, sobre todo, dónde no), y cuáles códigos de construcción utilizar, hasta cómo han de diseñarse las alcantarillas, puentes y carreteras. Afortunadamente, en esto también median importantes consideraciones de sentido común y, como dijo Bob Dylan, no se necesita ser meteorólogo para saber en qué sentido se mueve el viento (¡tampoco hay que tomarse toda el agua del mar para saber que es salada!).
Una consideración de sentido común es que en 1950, por ejemplo, no había en los pueblos y ciudades costarricenses tantas construcciones ni carreteras de cemento y asfalto. El agua llovida en mucho la absorbían los cafetales, potreros y bosques, los que poco a poco la filtraban a las quebradas y ríos.
No había muchos techos ni canoas, que en un dos por tres dirigen el agua a la más cómoda acequia del vecindario. Hoy, en cuestión de diez minutos el agua de lluvia llega a las quebradas y ríos, y estos, con potencia diabólica, proceden a transportarla a otros más caudalosos y, eventualmente, al mar.
Hoy, por tanto, son más probables que antes las inundaciones en ciudades, pueblos y barrios. Y si las municipalidades del país no tomaron en cuenta esto (con la debida proyección hacia el futuro) a la hora de decidir el diámetro y pendiente de las alcantarillas, así como la altura y diseño de los puentes que se construyeron, la cosa está fregada.
Una resultante del haber sustituido muchos bosques por techos, es que en la actualidad en el invierno abunda (sobra) el agua y en el verano escasea.
Intervención humana. Pero también en esta materia han mediado otras conductas humanas indebidas. Casi sin excepción, en basureros y cloacas abiertas hemos convertido los ríos y acequias, bellas cosas con que la madre naturaleza nos dotó, las cuales con diligencia y casi por mandato bíblico deberíamos cuidar, con orgullo disfrutar y heredar a nuestra descendencia.
Desde el barrio chino en la ciudad capital, hasta muchos pueblitos en Guanacaste, pasando por los Hatillos, los caños y quebradas son considerados cómodos lugares para tirar colchones, almohadas y catres viejos, lavadoras y sillones quebrados, latas de atún, sardinas y de frutas mixtas, perros y gatos muertos, así como todo tipo de envases plásticos.
Mucha gente construye sus chozas a escasos centímetros del nivel que las aguas de los ríos toman en el verano y, además, lo hacen sin construir muros de contención ni usar varilla de hierro. Al primer aguacero, como es de esperar, la corriente del río las lava. En muchos casos se trata de accidentes anunciados, que por ser anunciados difícilmente se han de llamar accidentes.
Como puede verificar cualquier viajero a la zona, en Quepos y Damas, las construcciones de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado se montaron sobre altas basas, para que pudieran sobrellevar las inundaciones que de tiempo en tiempo tenían lugar. Las de hoy se construyen al nivel del suelo, y ante un aguacero que en intensidad supere al promedio (lo que ocurre no una, sino varias veces al año) sus habitantes la ven difícil.
Como el gobierno no puede por decreto ejecutivo modificar la conducta de la naturaleza, lo que procede es prevenir para enfrentar con éxito aun sus manifestaciones más severas y de baja probabilidad, por ej., las que se espera ocurran una vez cada cincuenta años.
En el diseño de obras públicas (puertos, aeropuertos, hospitales, puentes, carreteras, acueductos, alcantarillado, etc.) debería incorporarse proyecciones de demanda (uso) a mediano y largo plazo. Mas la falta de perspectiva para el futuro parece caracterizar buena parte de la obra pública del país.
Las de la ruta 27, por ejemplo, se construyeron con información sobre su uso potencial que la convirtió en obsoleta desde el propio momento en que fueron inauguradas.
También deben incorporarse “primas de seguridad”, como son eficaces vías alternas, pues hoy una colisión en una autopista o calle urbana se traduce en gran demora para los miles de costarricenses que a diario transitan por ellas con destino a sus trabajos, escuelas, al mercado o a clínicas y hospitales.
“A Dios rogando y con el mazo dando”. Si bien debemos agradecer que nuestro país no está expuesto a huracanes como muchas islas del Caribe y estados al sureste de los Estados Unidos, no debemos bajar la guardia en prevención de daños, y lo menos que podemos hacer es modificar la parte irresponsable de nuestra conducta en esta materia.
(Observación de última hora: este artículo lo escribí hace unos días, cuando los efectos devastadores de Nate no se habían manifestado. Los escenarios que lo inspiraron eran otros, mucho menos severos. Pero, ante los sucesos de esta semana, es necesario, con prontitud, proceder a reparar la infraestructura dañada para evitar descalabro del aparato productivo, y atender necesidades básicas de los damnificados. Para financiar esas erogaciones procede reasignar partidas del presupuesto nacional, apelar a la ayuda internacional y, quizás, recurrir al endeudamiento externo expedito).
El autor es economista.