Cuando el hombre llegó, transido de estupor, a su muerte, el ángel que guarda las puertas del Gran Silencio lo miró con honda preocupación. “Tu expediente vital es un lienzo virgen. No maldijiste, no robaste, no codiciaste a la mujer de tu prójimo, no blasfemaste, no envidiaste, no montaste en cólera, no te permitiste siquiera experimentar la tentación. Fuiste pequeño en tus pecados como en tus virtudes. ¿Pequeño, dije? ¡Ínfimo, nimio, insignificante! Si nunca fallaste notas flagrantes, tampoco creaste un solo momento de magia sonora, digno de ser recordado. Quizás porque lo primero era, precisamente, condición para lo segundo.
No hay lugar para ti en el cielo ni en el infierno. La mediocridad de los hombres es uno de los problemas más peliagudos que nosotros, ángeles espigadores, debemos enfrentar.
“Anda, borra esa expresión de perplejidad de tu rostro y vuelve al mundo. Y yerra, yerra en grande, sumérgete sin remilgos en la marisma de la vida. El follaje presupone siempre la raíz. Pinta a grandes trazos el mural de tu existencia, y olvídate de tu recoleto y medroso puntillismo. Después hablaremos”.
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