Al finalizar el período legislativo anterior, se aprobó la Ley para prevenir, atender, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en la política, una buena iniciativa, pero que introdujo la figura de “amonestación ética”, que carece de sentido. En pocas palabras, las sanciones éticas no existen, por más que las pongan en una ley.
La ética trata de la orientación racional de la conducta, es decir, del proceso de toma de decisiones, no del castigo o reprimenda de los actos pasados. Así como una persona tiene una dieta balanceada para mejorar su salud, tener ética se trata de tomar decisiones equilibradas pensando en el bien propio y el de la sociedad; no podemos imaginar que a alguien se le ocurra nombrar “sanción alimentaria” un regaño público a quien no haya comido de forma balanceada; análogamente, es lo que está plasmado en esa ley.
Si bien parece un asunto insignificante, la existencia de leyes u otro tipo de normas que confundan los conceptos se convierten en obstáculo para que se lleven a cabo las acciones que se requieren en este campo. Por ejemplo, una ley que diga que los incendios se previenen apagándolos cuando se inicien no cambia la realidad, pero crea confusión y en nada ayuda a la prevención de incendios.
Perdonen que lo exprese de esta forma, pero lo que hicieron en esa ley fue un acto de corrupción, no como delito, sino desde el punto de vista etimológico, pues estamos dando un uso indebido a algo sumamente valioso y se corre el riesgo de causar daño, y la ética no puede ser usada para castigar.
Lo más lamentable es comprender la razón de fondo por la que se usó la ética en esta ley: como a los diputados no se les puede imponer sanciones legales o administrativas, optaron por llamarlas “éticas” para no decirles “simbólicas”, pues, al final de cuentas, es eso, llamadas de atención sin consecuencias legales. Aunque tiene una utilidad incuestionable señalar actos indebidos, aun cuando no sea posible ir más allá, lo que digo es que eso no es ética.
Irónicamente, al mismo tiempo que se aprobaba la ley, varios representantes del Sistema Nacional de Ética y Valores trabajábamos con algunos diputados y sus asesores para mejorar varios proyectos relacionados con su propio régimen de responsabilidad, precisamente para corregir el mal uso que se había dado a la ética en el asunto sancionatorio, es decir, hubo voluntad política para corregir ciertos proyectos, pero una omisión (voluntaria o accidental) a la hora de aprobar este otro.
Debido a diferencias internas en la bancada oficialista, se volvió a prestar atención a esa ley y la tarea pendiente de reglamentarla. El problema es que, al introducir el concepto equivocado de sanciones éticas en el reglamento legislativo, se perpetúan y, quizá, profundiza el error que, además de demostrar desconocimiento sobre de lo que trata la ética, la desprestigia ante el ojo público.
Les propongo un reto a los diputados: en lugar de reproducir el error de sus predecesores en el reglamento legislativo, quiten la palabra ética a esas sanciones y que sean solamente amonestaciones públicas y, si no es mucho pedir, corrijan también el error en la ley.
Lo mismo pasa cuando hacen referencia a los mal llamados tribunales de ética de los partidos políticos, pues realmente son tribunales disciplinarios (o deontológicos), porque juzgan actos concretos, no intenciones de las personas, creerse capaz de juzgar coercitivamente por medio de la ética es ignorancia, prepotencia, o ambas.
Si hubiera una conciencia clara de lo que trata la ética y preocupación por promoverla de forma correcta, nuestra sociedad dependería menos de la vigilancia y los castigos.
Quizá parezca poca cosa, pero en la medicina es mejor prevenir que curar, sería contraproducente decirle a la gente que prevenir es lo mismo que tratar la enfermedad una vez aparecida; la ética nos orienta a tomar buenas decisiones y minimizar errores, es perjudicial hacer creer a la ciudadanía que su objetivo es señalar con el dedo a quien hizo algo indebido, porque terminaremos todos señalando a los demás, sin concentrarnos en ser mejores nosotros mismos.
El autor es psicólogo organizacional con estudios de posgrado en ética pública.